17 de julio de 2012

Justicia islámica afgana: el derecho al crimen.

Ahí estaba ella. Es cierto que, sepultada en su burka, podía ser cualquiera; con un poco de suerte, incluso un jefe talibán o algún imán de ésos que predican, y con verdad, que el Corán prescribe pegar a la mujer, aunque sin pasarse (prohíbe golpearla en la cara, por ejemplo; eso, ni a los animales). Pero no; era ella, la adúltera: aquélla a cuyo marido el mismísimo Alá concediera el derecho a asesinarla por haberse fugado con otro, y él, ¡cómo sustraerse a tan divino mandato!, kaláshnikov en mano, disparó contra la fornicadora a menos de dos metros; aquélla que cayó como si de un pelele se tratase tras el tercer disparo, entre los aplausos y vítores de un centenar largo de espectadores que de pie o sentados asistían a la carnicería y cerraban el espectáculo con sus viva el islam y Alá es grande de rigor, no se sabe si por la gratuidad de la entrada en el improvisado coliseo en el que aquél se celebraba, o por la certera puntería del galardonado gladiador contra la fiera o, más bien, por la justicia con la que Alá y el Islam premian a sus crédulos.

Lo curioso es que el propio Corán, cuando sanciona el adulterio, castiga por igual, "con cien azotes", al marido y a la mujer (bien que en algunas lecturas, por supuesto desinteresadas, al hombre sólo si lo practica en casa, mientras con la mujer se muestra mucho más generoso: para ella no hay reserva de ningún tipo y la castiga sin más por practicarlo), impidiendo tanto que éstos contraigan matrimonio entre sí una vez llevado a cabo el adulterio o que lo hagan con un "creyente"-creyente: sólo se les permite con otro adúltero o con un pagano, que para eso sí sirven (XXIV, 2-3).

Claro que, como es sabido, dios propone y el hombre dispone. Y al igual que tampoco al apóstata Alá le tiene dispuesta una muerte inmediata -tan sólo una promesa de tormentos tales tras su muerte que hasta el papa se haría musulmán si temiera que le confundiesen-, pero sus creyentes no tienen reparo alguno en adelantar el plan de Alá mediante la lapidación del tránsfuga religioso, tampoco en el caso del adúltero –o mejor, de la adúltera: no hace falta engañarse- para esos mismos caballeros representa estorbo alguno acabar con él a las primeras de cambio, aun a sabiendas de que es otro el castigo prescrito.

Y aunque el omnisciente Alá olvidara -oiga, que un momento de distracción lo tiene cualquiera-, enumerar el kaláshnikov entre los instrumentos a usar por sus fieles para la aplicación de la pena, eso es algo que se soluciona con una simple nota a pie de página en la próxima edición de tan pudoroso libro; y bien mirado, se trata de un procedimiento infinitamente más civilizado que su precedente, y menos fatigoso para el santo verdugo –perdón, quería decir varón- que la aplica, y mucho más limpia, todo hay que decirlo, pues luego no tiene que salir disparado para la ducha a lavarse los trocitos de piel impura o las manchas de sangre contaminada procedente de las víctimas. Ahora en un plis plas se acabó todo, por el módico precio de unas balas que, compradas al por mayor, hasta te las regalan con las armas o te las venden en oferta, y que aportan la prueba definitiva de por qué Alá es denominado el "clemente" y el "misericordioso".

Al fin y al cabo, tampoco hay por qué regodearse con el espectáculo, que siempre hay niños delante y luego les da por practicar los exempla de sus maiores, que diría algún severo historiador romano.

Fanatismo no es sólo creer a pie juntillas, e intentar poner en práctica, la letra de un libro supuestamente revelado por un ídolo inventado por el hombre al que, sea cual fuere el nombre otorgado a la deidad, se la supone creadora del universo, incluida la parte de la costa; el fanático, por su parte, más papista que el papa en cualquier religión, se halla de continuo dispuesto a dejar rastro por doquier de su fe sustituyendo la letra del libro de marras por la acción en nombre del autor, o sea, haciendo él mismo las veces del dios de turno. Se trata de una plaga especialmente contagiosa que crece y se propaga al calor de cualquier religión monoteísta, y a la que riega con igual fecundidad la sangre del que mata como la del que muere en nombre de su dios específico y único; una plaga por completo inmune al tiempo y los cambios que en él se suceden, incluidos aquéllos que afectan a la propia razón, que también fortalece su musculatura a su paso.

Por eso, cuando el presidente afgano Hamid Karzai juzga el crimen como "odioso e imperdonable en la sagrada tradición del islam y en las leyes del país", lo mejor que cabe pensar es que se trata sólo de un trabalenguas, y que lo que verdaderamente quería decir es que la fe, en su punto álgido de fanatismo, produce crímenes así de execrables; por eso, cuando la periodista firmante del artículo en el que leímos la noticia explica que "lo único seguro es que quien sigue pagando los platos rotos de la ignorancia, la pobreza y las luchas de poder es la mujer afgana", uno no sabe si reír o llorar: ¿qué hubiera ocurrido en un casi apaciguado Afganistán con una adúltera culta y rica: acaso la habrían convertido en hurí? ¿Por qué en la peor de las democracias a nadie se le ocurre no ya asesinar, sino simplemente penalizar a una adúltera? ¡Y hasta se lamenta la susodicha de que diez años de presencia occidental no hayan servido casi para nada en ese país! No es esa presencia lo que es menester fomentar, sino el cerebro de los nativos para que deje de ser un incolmable agujero negro religioso.

Y por eso tampoco importa en el fondo que las mutuas acusaciones entre autoridades legítimas afganas y talibanes descarguen a cada uno de su responsabilidad cargando la culpa en el de enfrente. Ambos son responsables por igual de generar monstruos como el asesino y quienes le jaleaban al fomentar una religión en la que si bien el Corán concedió ciertos derechos a las mujeres, como el de poseer bienes propios, retener su dote matrimonial en caso de repudio, etc. –lo que tampoco es como para tirar cohetes, dicho sea de paso-, éstas se encuentran frente al hombre en la misma sumisión absoluta que todos los seres humanos se hallan frente a su dios; en la que el hombre puede llegar a tener hasta cuatro esposas legítimas y un número indeterminado de concubinas, pero nunca al revés; en la que el marido se halla facultado para golpear a su mujer, pero no la mujer al marido (y todo ello por obra y gracia de Alá, lo que hace sospechar que el dios en cuestión no era mujer); en la que aquélla, a falta de instrucciones desde lo alto –ni del Corán ni de Mahoma-, es en el matrimonio un objeto de cambalache más. Sin contar con que jamás ha ocupado el espacio público, y si ahora empieza a hacerlo no es gracias a su religión sino a pesar de ella.

Quizá valga la pena añadir aquí que en este punto, como en el de las relaciones sexuales, la mujer islámica se hallaba en un nivel más alto que el de su correspondiente cristiana al principio de los tiempos, según se desprende de la lectura, en el primer caso, de la Primera Epístola a los Corintios (14, 34-35) y en la Epístola a los efesios (5, 22) de Pablo de Tarso; y, en el segundo, la misma conclusión viene a deducirse del primero de los dos textos citados (7, 1 ss). De lo que cabe deducir, en suma, que el pobre Saulo jamás se recuperó de la caída del caballo, y que con una lógica como la allí empleada en el desarrollo de sus tesis hubiera podido acceder a cualquier cargo eclesiástico, desde Cardenal Primate de España hasta algo peor, como papa o Enigma Vaticano; o a cualquier título religioso antiguo o por inventar, como Virgen María, Rabino Profeta o Redentor Mesiánico y tiro porque me toca. Una nueva deducción, y de lejos más positiva, es que el desarrollo de un ambiente secular es garantía contra la impunidad de ciertos crímenes y la propagación de cierta especie criminal; y que, mientras llega dicho ambiente, al simple contacto con él, aunque siga habiendo castigos bárbaros para las adúlteras, ya hay menos barbarie en el castigo.

A uno, como buen idealista, le habría encantado oír los gritos sagrados de los creyentes islámicos propagándose por doquier en contra de ese asesinato a sangre fría contra una mujer que, en mi peor pesadilla, de puro sumisa casi parecía cómplice, si bien es cierto que poca resistencia cabe frente a la fuerza bruta; a uno le habría gustado que, por una vez, las amenazas y su rabia contra el demonio occidental se hubieran trocado en gritos de apoyo contra la víctima del crimen, fuera del contexto por la justicia social y la democracia que sacudieron a algunos países islámicos del norte de África y que aún hoy plantan cara al régimen asesino de Bachar el Assad. No por ello habría creído ni un ápice más en el islam, pero al menos sí habría pensado que en la horda religiosa afgana una parte de los creyentes son recuperables para la humanidad.

Antonio Hermosa Andújar*
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