13 de diciembre de 2017

El agotamiento social de las mujeres.


En la familia, el acceso a los recursos y el reparto de los trabajos y los tiempos se dan en condiciones de desigualdad, generando conflicto, discriminación e incluso violencia
Las mujeres y las niñas son las responsables culturales de los cuidados, empleando un número considerable de horas al día que limita su participación en otras actividades
La multiactividad de tareas lleva a las mujeres al agotamiento social de sus múltiples roles sin permitirles tener tiempo para garantizarse una vida digna.
La feminización de la pobreza es un hecho probado estadísticamente. Sin embargo, la brecha entre mujeres y hombres no suele ser tan abultada como podría pensarse dadas las brechas de género en empleo, renta, patrimonio, acceso al crédito o en la familia. Primero, esto tiene que ver con la forma en la que se mide la pobreza donde la familia es una unidad ausente de conflicto y discriminaciones internas. Y segundo, con la aproximación a la pobreza como una cuestión monetaria, cuando tiene un carácter multidimensional. Ambas cuestiones responden a la limitada aplicación del enfoque de género en la construcción estadística y el análisis social y económico.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que las estadísticas sobre pobreza miden los ingresos de los hogares en su conjunto y el total se divide entre unidades de consumo asumiendo que todos los miembros disfrutan de un reparto equitativo de los recursos. Sin embargo, es importante recordar que la familia es, en palabras de Amartya Sen, un lugar de conflicto cooperativo.
Si bien es cierto que miembros de una familia sin ingresos propios se benefician del acceso a los recursos familiares estableciéndose una dinámica cooperativa, no es menos cierto que tanto el acceso a esos recursos como el reparto de los trabajos y los tiempos se dan en condiciones de desigualdad, sobre todo con relación al género o la edad, generando conflicto, discriminación e incluso violencia.
Así existen innumerables evidencias históricas y actuales de las menores calorías y proteínas a las que acceden las mujeres frente a los hombres en los hogares con bajos ingresos, o la diferente apuesta por la inversión en educación de las familias primando a los varones, o el desigual y discriminatorio reparto de los trabajos y los tiempos de las obligaciones domésticas. Son las mujeres y las niñas, las responsables culturales de esos cuidados empleando un número considerable de horas al día que limita su participación en otras actividades, incluidas las vinculadas con su educación, su participación en los asuntos de la comunidad, su propio descanso, o asegurarse los ingresos necesarios para vivir una vida libre de pobreza y exclusión social.
En segundo lugar, la pobreza es un fenómeno muy complejo en el que intervienen muchos factores interconectados, también sin expresión monetaria. Esa fue la línea abierta por Amartya Sen con su enfoque de las capacidades y la seguida por Sabina Alkire y James Foster cuando crearon el índice de pobreza multidimensional. También la estadística pública europea ha sido sensible a esa multidimensionalidad, elaborando el índice de riesgo de pobreza y exclusión social (AROPE), donde al indicador de ingresos monetarios se añaden el de baja intensidad laboral y el de privación material severa.
Para observar la pobreza es esencial no sólo analizar la cuantía de la renta, sino también tener en cuenta la riqueza, las posibilidades de consumo, la baja intensidad laboral y la incidencia del paro, los índices de desigualdad o la protección que ofrecen ante la vulnerabilidad las políticas públicas o el acceso a servicios públicos de calidad. Y aunque se suele olvidar, también hay que considerar la disponibilidad y autonomía sobre el tiempo.
De ahí que comencemos a hablar, también en las sociedades opulentas, de la “pobreza de tiempo”, definida como el hecho que comporta que algunas personas no dispongan de suficiente tiempo para descansar o acceder al ocio después de haber dedicado el tiempo requerido a sus trabajos, pagados y no pagados —los cuidados—, al estudio o a cubrir otras necesidades básicas para la vida como el cuidado personal.
La pobreza de tiempo no sólo nos permite ver qué ocurre a escala individual, sino también cuáles son las dinámicas del hogar, sobre todo en relación con las desigualdades de género. Además, la pobreza de tiempo no sólo nos permite ver la falta de tiempo y la diferencia entre los distintos individuos, sino también la intensidad del trabajo. Especialmente, la compatibilización del trabajo de cuidados con otros trabajos, que en las encuestas de empleo del tiempo aparecen como actividades secundarias. Se trata de una multiactividad de tareas que es especialmente relevante  para las mujeres y que las lleva a la social depletion o agotamiento social de sus múltiples roles sin permitirles tener tiempo para garantizarse una vida digna, sobre todo cuando se combina con las otras dimensiones de la pobreza, ya que la pobreza de tiempo les impide disponer de tiempo o flexibilidad horaria para ofertar su trabajo en condiciones de garantizarse la autonomía financiera, formarse, acceder a los recursos básicos o a los mínimos cuidados que les garanticen una vida digna y saludable y plenamente integrada en sus comunidades o sociedades.

Lina Gálvez es catedrática de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad Pablo de Olavide, de Sevilla, y directora del Observatorio GEP&DO.
[Este artículo forma parte del dossier 'Género y pobreza' publicado en el número 53 de la revista Alternativas Económicas. )
http://www.eldiario.es/alternativaseconomicas/agotamiento-social-mujeres

1 de diciembre de 2017

Mujeres cuidadoras: entre la obligación y la satisfacción.


Cuidar es en el momento actual, el verbo más necesario frente al neoliberalismo patriarcal y la globalización inequitativa. Y, sin embargo, las sociedades actuales, como muchas del pasado, fragmentan el cuidado y lo asignan como condición natural a partir de las organizaciones sociales: la de género, la de clase, la étnica, la nacional y la regional-local.
Así, son las mujeres quienes cuidan vitalmente a los otros (hombres, familias, hijas e hijos, parientes, comunidades, escolares, pacientes, personas enfermas y con necesidades especiales, al electorado, al medio ambiente y a diversos sujetos políticos y sus causas). Cuidan su desarrollo, su progreso, su bienestar, su vida y su muerte. De forma similar, mujeres y hombres campesinos cuidan la producción y la tierra y las y los obreros la producción y la industria, la burguesía cuida sus empresas y sus ganancias, el libre mercado y hasta la democracia exportada a países ignorantes.
La condición de cuidadoras gratifica a las mujeres afectiva y simbólicamente en un mundo gobernado por el dinero y la valoración económica del trabajo y por el poder político. Dinero, valor y poder son conculcados a las cuidadoras. Los poderes del cuidado, conceptualizados en conjunto como maternazgo, por estar asociados a la maternidad, no sirven a las mujeres para su desarrollo individual y moderno y tampoco pueden ser trasladados del ámbito familiar  y doméstico al ámbito del poder político institucional.
La fórmula enajenante asocia a las mujeres cuidadoras otra clave política: el descuido para lograr el cuido. Es decir, el uso del tiempo principal de las mujeres, de sus mejores energías vitales, sean afectivas, eróticas, intelectuales o espirituales, y la inversión de sus bienes y recursos, cuyos principales destinatarios son los otros. Por eso, las mujeres desarrollamos una subjetividad alerta a las necesidades de los otros, de ahí la famosa solidaridad femenina y la abnegación relativa de las mujeres. Para completar el cuadro enajenante, la organización genérica hace que las mujeres estén políticamente subsumidas y subordinadas a los otros, y jerárquicamente en posición de inferioridad en relación a la supremacía de los otros sobre ellas.
Las transformaciones del siglo XX reforzaron para millones de mujeres en el mundo un sincretismo de género: cuidar a los otros a la manera tradicional y, a la vez, lograr su desarrollo individual  para formar parte del mundo moderno, a través del éxito y la competencia. El resultado son millones de mujeres tradicionales-modernas a la vez. Mujeres Atrapadas en una relación inequitativa entre cuidar y desarrollarse.
La cultura patriarcal que construye el sincretismo de género fomenta en las mujeres la satisfacción del deber de cuidar, convertido en deber ser ahistórico natural de las mujeres y, por tanto, deseo propio y, al mismo tiempo, la necesidad social y económica de participar en procesos educativos, laborales y políticos para sobrevivir en la sociedad patriarcal del capitalismo salvaje.
Así, el deseo de las mujeres es contradictorio: lo configura tal sincretismo.
Los hombres contemporáneos no han cambiado lo suficiente como para modificar ni su relación con las mujeres, ni su posicionamiento en los espacios domésticos, laborales e institucionales. No consideran valioso cuidar porque, de acuerdo con el modelo predominante, significa descuidarse: Usar su tiempo en la relación cuerpo a cuerpo, subjetividad a subjetividad con  los otros. Dejar sus intereses, usar sus recursos subjetivos y bienes y dinero, en los otros y, no aceptan sobretodo dos cosas: dejar de ser el centro de su vida, ceder ese espacio a los otros y colocarse en posición subordinada frente a los otros. Todo ello porque en la organización social hegemónica cuidar es ser inferior.
Algunas tendencias minoritarias se abren paso pero incluso hombres que se pronuncian por relaciones equitativas están más dispuestos a ser amables con las mujeres o sumarse al algunas de las causas políticas del feminismo, que a hacer política feminista.
El  cuidado  pues  está  en  el  centro  de  las  contradicciones  de  género  entre  mujeres  y hombres y, en la sociedad en la organización antagónica entre sus espacios. El cuidado como deber de género es uno de los mayores obstáculos en el camino a la igualdad por su inequidad. De ahí que, si queremos enfrentar el capitalismo salvaje y su patriarcalismo global, debemos romper con la naturalidad del cuidado por género, etnia, clase, nación o posición relativa en la globalización.
El feminismo del siglo XX ha realizado la crítica del modelo “superwoman” y ha denunciado la explotación de las mujeres  a través del trabajo invisible y de la desvalorización de muchas de sus actividades, incluso del trabajo asalariado, de la relativa exclusión de la política y de la ampliación de una cultura misógina simbólica e imaginaria. Ha logrado llevar a la agenda de las necesidades sociales, la violencia contra las mujeres y ha realizado pequeñas modificaciones jurídicas y legislativas en el
Estado. Algunas corrientes contemporáneas  ya no reiteran la desigualdad ni la violencia de género y, en cambio acuerdan con la igualdad entre mujeres y hombres y por un mundo equitativo.
Sin embargo, nos queda por desmontar el deber ser, el deber ser cuidadoras de las mujeres, la doble jornada y la doble vida resultante. Y eso significa realizar cambios profundas en la organización socioeconómica: en la división del trabajo, en la división de los espacios, en el monopolio masculino del dinero, los bienes económicos, y en la organización de la economía, de la sociedad y del Estado. El panorama se vuelve complejo si se traslada el análisis con perspectiva de género a las relaciones entre clases sociales y entre países, por ejemplo entre países del norte y del sur, entre los 21 y los otros, etcétera.
Se requieren a la vez, cambios profundos en las mentalidades. Es extraordinario observar cómo la mayoría  de las mujeres, aún las escolarizadas y modernas, las políticas y participativas, las mujeres que generan ingresos o tienen poderes sociales diversos, aceptan como un destino,  con sus modalidades, la  superwomen– empresarial, indígena, migrante, trabajadora, obrera-.
Con esa subjetividad de las mujeres subordinada a la organización social, a las instituciones como la familia, la iglesia y el Estado, y a los hombres, no estaremos en condiciones de desmontar la estructura  sincrética de la condición de la mujer, imprescindible para eliminar las causas de la enajenación cuidadora y dar paso a las gratificaciones  posibles del cuidado.
La vía imaginada por las feministas y las socialistas utópicas desde el siglo XIX y puesta  en  marcha  parcialmente  en  algunas sociedades tanto capitalistas como socialistas y tanto en países del primer y del tercer mundo, ha sido la socialización de los cuidados, conceptualizada como la socialización del trabajo doméstico y de la transformación de algunas actividades domésticas, familiares y privadas en públicas.
Haberlo hecho ha significado mejoría para la vida de las mujeres, liberación de tiempo para el desarrollo personal, la formación, el arte,  el amor y las pasiones, la amistad, la política, el ocio, la diversión, el deporte y el autocuidado, incluso, una mejoría en la calidad de vida y en la autoestima. Es evidente el desarrollo social, cultural y político de las sociedades que así se han estructurado.
Una de las mayores pérdidas de las mujeres de los países que antes fueron socialistas y se han convertido de manera drástica al capitalismo en tiempos neoliberales ha sido la de el sustento social que significaba el Estado social para sus vidas. En la actualidad han vuelto a ser su responsabilidad un conjunto de actividades que la transformación socioeconómica ha tornado domésticas, privadas y femeninas. Y lo mismo está sucediendo aún en países capitalistas de alto y medio desarrollo en los cuales se ha adelgazado al Estado de una manera violatoria de los derechos sociales construidos con muchos esfuerzos en gran medida por los movimientos socialistas, obrero y feminista.
La alternativa feminista contemporánea que se abre paso en gran parte del mundo en el siglo XXI tiene sus ojos puestos en la crítica política de la globalización dominada por el neoliberalismo patriarcal de base capitalista depredadora. La opción que busca avanzar en el desarrollo de un nuevo paradigma histórico cuya base sea un tejido social y un modelo económico que sustente el bienestar de las mayorías, hoy excluidas, marginadas, expropiadas,  explotadas y violentadas.
Pensamos que sólo una alternativa de este tipo  será benéfica para la mayoría de las mujeres, sus otros próximos, sus comunidades y las regiones y los países en que viven.
Estas transformaciones de género están circunscritas e íntimamente ligadas a transformaciones equitativas de clase, étnicas y nacionales, enmarcadas en la construcción de naciones con derecho al desarrollo sustentable y en una globalización solidaria y democrática.
De no articularse las transformaciones de género con estas últimas pueden observarse distorsiones significativas como las que se dan en la actualidad: mujeres dotadas de recursos y derechos de género que son ciudadanas de naciones hegemónicas, militaristas y depredadoras de otras naciones y pueblos donde habitan mujeres con las que se identifican en la construcción de sus derechos y oportunidades.
También hay hombres cuya identidad es la de ser avanzados, democráticos y progresistas que no consideran importante la emancipación de las mujeres. Estados que colocan a las mujeres entre los grupos vulnerables y no las miran como sujetos
políticos. Países en los que, a través de las acciones afirmativas, por ejemplo las cuotas, todavía negociamos el grado de exclusión política de las mujeres, y se consideran democráticos. Mujeres que piensan que ya lograron todas las metas de transformación de género y no se percatan que “el género” es su categoría social y a ella pertenece la mayoría pobre y cuidadora del mundo: las mujeres.
Por eso, la otra dimensión de esta alternativa feminista es el empoderamiento de las mujeres  como producto de la construcción de un nuevo paradigma histórico. El empoderamiento es el conjunto de cambios de las mujeres en pos de la eliminación de las causas de la opresión, tanto en la sociedad como, sobre todo, en sus propias vidas.
Dichos cambios que abarcan desde la subjetividad y la conciencia, hasta el ingreso y la salud, la ciudadanía y los derechos humanos, generan poderes positivos, poderes personales y colectivos. Se trata de poderes vitales que permiten a las mujeres hacer uso de los bienes y recursos de la modernidad indispensables para el desarrollo personal y colectivo de género en el siglo XXI.
Todos esos poderes se originan en el acceso a oportunidades, a recursos y bienes que mejoran la calidad de vida de las mujeres, conducen al despliegue de sus libertades y se acompañan de la solidaridad social con las mujeres. La participación directa de las mujeres en la transformación de su mundo y de sus vidas es fundamental y conduce también a la construcción de un mayor poder político y cultural de las mujeres que crean vías democratizadoras para la convivencia social.
El cuidado, ha dejado de ser para otros y se ha centrado en las mujeres mismas. La sociedad, en un compromiso inédito cuida a las mujeres, es decir, impulsa su desarrollo y  acepta y protege su autonomía y sus libertades vitales. En ellas va incluida la libertad de elecciones vitales, de actividades, dedicación e identidad: Es el fin del cuidado como deber ser, como identidad.
En el siglo XXI ha de cambiar el sentido del cuidado. Hemos afirmado muchas veces que se trata de  maternizar a la sociedad y desmaternizar a las mujeres. Pero ese cambio no significará casi nada si no se apoya en la transformación política más profunda: la eliminación de los poderes de dominio de los hombres sobre las mujeres y de la violencia de género, así como de la subordinación de las mujeres a los hombres y a las instituciones. Es decir, el empoderamiento de las mujeres es un mecanismo de equidad que debe acompañarse con la eliminación de la supremacía de género de los hombres, la construcción de la equidad social y la transformación democrática del Estado con perspectiva de género.
Para la mayor parte de las corrientes feministas contemporáneas la articulación de lo personal con lo social, lo local y lo global conforma la complejidad de nuestro esfuerzo.
La idea fuerza en torno al cuidado es la valoración de la dimensión empática y solidaria del cuidado que no conduce al descuido ni está articulado a la opresión.
De ahí la contribución de las feministas: primero, al visibilizar y valorar el aporte del cuidado de las mujeres al desarrollo y el bienestar de  los otros; segundo, con la propuesta del reparto equitativo del cuidado en la comunidad, en particular entre mujeres y hombres, y entre sociedad y Estado. Y, tercero, la resignificación del contenido del cuidado como el conjunto de actividades y el uso de recursos para lograrque la vida de cada persona, de cada mujer, esté basada en la vigencia de sus derechos humanos. En primer término, el derecho a la vida en primera persona.

http://mujerdelmediterraneo.heroinas.net/2012/10/mujeres-cuidadoras-entre-la-obligacion.html

http://pmayobre.webs.uvigo.es/textos/marcela_lagarde_y_de_los_rios/mujeres_cuidadoras_entre_la_obligacion_y_la_satisfaccion_lagarde.pdf