18 de febrero de 2013

Derechos humanos de las mujeres: luces, sombras y urgencias.


Los derechos humanos de las mujeres se han vuelto objeto de debate: hay quienes ya descartan el término por contradictorio o redundante. Otros sin embargo negocian con ellos, con lo cual nos obligan a seguir defendiendo lo que en última instancia es condición necesaria para la vida digna aunque hoy parezca utopía

América Latina vive hoy entre luces y sombras en cuanto a derechos humanos. Los contrastes son marcados, desoladores. En noviembre de 2012, por ejemplo, pudimos celebrar el inicio del tercer juicio por crímenes de lesa humanidad contra integrantes de la dictadura argentina de distintos sectores, con 68 imputados y 789 víctimas implicadas. Sin duda, éste es un hito en el largo recorrido en busca de justicia de los sobrevivientes, de las familias de víctimas y de las organizaciones. Más al norte, en Guatemala, se llevó a cabo el primer juicio colectivo por crímenes de violencia sexual, que documenta aquí Lily Muñoz. Se trata también de la cristalización de duras luchas por la justicia y, en este caso, de una ruptura sísmica del silencio secular en torno a la violación y la esclavitud sexual, semejante a las denuncias de Inés Fernández y Valentina Rosendo contra los militares mexicanos que las agredieron en 2002. En México mismo, sin embargo, y en países como Haití, Honduras, Nicaragua, El Salvador y Venezuela, entre otros, no hay nada o casi nada que celebrar, ni en cuanto a avances de las mujeres ni en cuanto a la justicia. Pese a la fachada democrática, así sea craquelada, de estos y otros países, en la práctica no se respetan los derechos humanos, ni los derechos de las mujeres; por el contrario, se ha dado un pavoroso retroceso.

Uno de los movimientos regresivos más claros y generalizados no tiene que ver a primera vista con la justicia. No se da en dictadura, no se ha considerado en sí como una medida "antidemocrática". No obstante, es uno de los embates más feroces contra los derechos básicos de las mujeres y se extiende de norte a sur y allende los mares. La prohibición total o parcial del aborto, las restricciones crecientes a la interrupción legal del embarazo, son, sin lugar a dudas, un atentado contra la libertad y el bienestar de las mujeres. Prohibir el aborto, incluso en casos de violación, es una de las posturas más obviamente bárbaras de políticos y líderes religiosos. También, es intolerable prohibirlo cuando la mujer no quiere ser madre, por la razón que sea. La imposición de la maternidad que se busca, en última instancia, con penas de cárcel o al patologizar la decisión de abortar y orillar a las mujeres a poner en riesgo su vida y su salud, equivale al embarazo forzoso o a una forma de esclavitud sexual. No es exagerado plantear que en el control del cuerpo de la mujer es clave esa imposición de la maternidad como obligación, que algunos clérigos y gobiernos casi ven como castigo ¿merecido? por atreverse a tener relaciones sexuales (no hablemos de deseo).

Los recursos legales y retóricos que se han usado para justificar esta cruzada, impulsada desde el Vaticano, e imponer criterios religiosos y personales por encima de los preceptos más básicos de los derechos humanos, arrancan una vez más la careta a sistemas legales y políticos patriarcales e injustos. Contra ello, ha resultado complicado, y a veces cuesta arriba, unir al movimiento feminista de cada país (no se diga de América Latina o de esta región y España) para frenar y para revertir la oleada de reformas legales que nos van llevando a una situación insostenible, que contradice el derecho mismo a la libertad, la autonomía y la vida digna de las mujeres. Se dirá que hay otros temas urgentes y que todas sufrimos, además, las consecuencias de las crisis económicas. Cabría preguntarnos, sin embargo, si es viable el feminismo en la práctica y en los hechos si no se toma en serio este desafío, es decir, si más allá de la "institucionalización" y demás procesos de inclusión de la perspectiva de género en las políticas públicas, no se busca tumbar las reformas regresivas y re-afirmar el derecho a decidir, a acceder a anticonceptivos, el derecho a la información y educación sexual, el derecho al cuerpo, al placer, y simplemente la libertad.

Esta pregunta es tanto más urgente o pertinente, me parece, en cuanto quienes imponen la maternidad en nombre de la "defensa de la vida" (del no nacido), callan o se dan por no aludidos o, de plano, nos tachan de mitómanas cuando señalamos otra prueba de barbarie que arrasa con la libertad de las mujeres en América Latina y en España: el feminicidio y la saña creciente que se manifiesta hoy en la violencia misógina, ya sea de pareja, intrafamiliar o perpetrada por desconocidos.

Indigna, en efecto, que el clero católico calle en México ante las miles de mujeres asesinadas o desaparecidas; indigna, que la jerarquía saque de su diócesis al obispo Solalinde que se ocupaba de migrantes de Centroamérica, hombres y mujeres; indigna, que curas y obispos lancen toda clase de invectivas y amenazas contra las mujeres que deciden abortar, que todavía descalifiquen a las mujeres violadas como fuente de tentación, y que no alcen la voz contra el odio feminicida que se ha desatado en México, en Centroamérica y en muchas ciudades y campos hispanoamericanos (y desde luego que no miren la viga de la pederastia en su propio ojo). El feminicidio, en efecto, no es sólo un fenómeno del norte de México en su vertiente anónima, ni español en su vertiente de pareja. El odio contra las mujeres, que se manifiesta en la destrucción cruel y degradante del cuerpo femenino, se ha extendido a lo largo y ancho de nuestros países. Se da en el norte de México contra migrantes y mexicanas que caen en manos de hombres armados, o de individuos o grupos mafiosos o de parejas traicioneras. Se da en Centroamérica y Brasil en ritos de pandillas o maras, en Argentina y Chile en barrios que se dirían respetables, etc.

En todas partes la pregunta es "¿por qué?". En mi opinión estamos todavía lejos de responderla plenamente. Podemos ponerle adjetivos y, sobre todo, podemos apuntar a la responsabilidad del Estado omiso -y por tanto cómplice- que deja impunes los crímenes más atroces o los más de ellos; pero nada parece suficiente para explicar tanta gratuidad de la violencia y tanta crueldad. Podemos empezar a exigir que esos estados vayan más allá de cumplir con la formalidad de tipificar el feminicidio, receta recomendada ahora por la CEDAW, como si en nuestro continente las leyes fueran palabra o varita mágica -como si ya hubieran pasado los tiempos del "obedézcase pero no se cumpla"-. Podemos incluso reconocer que es mejor tener una ley contra la violencia que no tenerla. El problema es que la barbarie se va acumulando y que, como en la tesis de Walter Benjamin, a ratos pareciera que ante la ángela de la historia sólo seguirán cayendo ruinas, desechos de leyes, retazos de promesas e ilusiones, cadáveres.

Ante este giro nefasto que se va dando en el campo de los derechos humanos de las mujeres, lejos de perder la esperanza debemos hablar, discutir y exigir. Decir lo que nos sucede, decir que no estamos de acuerdo, salir a las calles como lo han hecho las españolas y buscar acceso a los tribunales como lo han hecho las indígenas y las argentinas. Debemos también discutir nuestras diferencias y semejanzas, debilidades y fortalezas, si queremos construir alianzas. Es hora de que el feminismo institucional, que en muchos países se ha aliado con el poder político, académico o económico, haga una autocrítica, y que el feminismo radical busque darle materialidad a la utopía. Es hora de exigir el respeto al derecho más básico que es el mero derecho a la vida, a la vida digna, con igualdad y en libertad. Actuemos para que este 2013 sea el año de un renovado impulso por defender y ejercer plenamente nuestros derechos.

LUCÍA MELGAR.
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