6 de abril de 2016

La paridad como derecho.



Para poder hablar de una democracia plena no sólo han de cumplirse los criterios de voto individualizado, diversidad de partidos y periodos electorales, sino corregir también los fallos de representatividad. De ahí que el feminismo entienda la paridad como un derecho que asegura la representatividad proporcional de los sexos. La paridad garantiza el derecho civil de las mujeres a ser electas y también a representar políticamente a la ciudadanía. La paridad no es una concesión a la representatividad de las mujeres que dependa del voluntarismo de los partidos políticos, es un derecho que no puede ser alterado dependiendo de las circunstancias políticas exactamente igual que el derecho al voto y por ello debe ser registrado como derecho constitucional de las mujeres. Sin embargo, podemos constatar la resistencia a la admisión de este derecho cuando sólo unos partidos suscriben las cuotas de representación de las mujeres y otros las niegan formalmente. Estamos aún lejos de un Pacto de Estado en torno a los derechos de las mujeres.
En el acceso al poder político, mujeres y varones ostentan posiciones divergentes de representatividad. El poder político es detentado mayormente por varones. Según datos de la Unión Interparlamentaria (UIP), a fines de 2005 las mujeres parlamentarias en el mundo representaban el 16,1 por ciento del total. En el continente americano, son el 18,3 por ciento, siendo Cuba Y Costa Rica quienes se sitúan a la cabeza, con el 36 por ciento y el 35,1 por ciento, respectivamente. Las mujeres ocupan el 16,2 por ciento de los escaños en los parlamentos del África Subsahariana, mientras que en Asia alcanzan el 15,8 por ciento, en el área del pacífico, y en los países árabes, las mujeres son un 8,2 por ciento. Si tomamos los países que conforman el G-8, Estados unidos, Rusia, Alemania, Reino Unido, Francia, Japón, Italia y Canadá, los datos son bastante desalentadores, exceptuando a Alemania con un 33 por ciento de mujeres en el Parlamento. El promedio de los otros países del G-8 es de el 13,6 por ciento, por debajo de la media mundial de el 16 por ciento de mujeres: Canadá el 21 por ciento, Reino Unido el 18 por ciento, Estados Unidos el 15 por ciento, Francia el 13 por ciento, Italia el 11,6 por ciento, Rusia el 10 por ciento y Japón el 7 por ciento. Por otra parte, para situar el debate del multiculturalismo conviene tener presente que hay una serie de países en donde la mujeres no alcanzan el estatus de sujetos políticos ya que su representatividad es del 0 por ciento, es el caso de Arabia Saudita, Bahrein, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Yemen.
No es posible identificarse con una plena ciudadanía si los fallos de representatividad de las mujeres son tan notables como los descritos. El nimio porcentaje de mujeres a escala mundial en las instituciones representativas y la dificultad de las mujeres para consolidar el liderazgo en aquellos países que ofrecen datos aceptables de representatividad son indicadores exactos de una ciudadanía deficitaria de las mujeres. Así pues, para poder hablar de una democracia plena no sólo han de cumplirse los criterios de voto individualizado, diversidad de partidos y periodos electorales, sino corregir también los fallos de representatividad. De ahí que el feminismo entienda la paridad como un derecho que asegura la representatividad proporcional de los sexos. La paridad garantiza el derecho civil de las mujeres a ser electas y también a representar políticamente a la ciudadanía. La paridad no es una concesión a la representatividad de las mujeres que dependa del voluntarismo de los partidos políticos, es un derecho que no puede ser alterado dependiendo de las circunstancias políticas exactamente igual que el derecho al voto y por ello debe ser registrado como derecho constitucional de las mujeres. Sin embargo, podemos constatar la resistencia a la admisión de este derecho cuando sólo unos partidos suscriben las cuotas de representación de las mujeres y otros las niegan formalmente. Estamos aún lejos de un Pacto de Estado en torno a los derechos de las mujeres.
Para el feminismo político la adecuada regulación democrática pasa por un consenso ético- político en torno a la relación entre los sexos y en las instituciones en que se inscriben -representativas, formales y socializadoras-, sin que se vean alteradas por los cambios de gobierno. Sin este mínimo consenso la posición de las mujeres se halla en una situación de negociación permanente. Cuando las definiciones de libertad y de igualdad son restrictivas, en el sentido que comprometen aspectos parciales de la realidad, la posición de las mujeres siempre es cuestionada. Difícilmente se produce el acuerdo en torno a los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres (aborto, entre otros), la violencia sexual, la pornografía, la prostitución, las medidas de “contratación preferencial”, la denuncia de prácticas culturales vejatorias, la imagen devaluada de las mujeres en los medios, etc. Y esta falta de acuerdo produce un deterioro en cómo vivimos la ciudadanía las mujeres no así los varones. Sobre las mujeres se polemiza: qué seamos, qué queremos, qué nos cabe esperar está continuamente en disputa.
La paridad, así pues, contribuye a la normalización de la vida civil de las mujeres. Ahora bien, no sólo apunta a cambios cuantitativos, más mujeres allí donde no las hay, sino que necesariamente introduce o debe introducir cambios cualitativos, esto es, resquebrajar identidades normativas y culturales construidas a partir de las normas y estereotipos sexuales. La paridad, como todo derecho, obliga. Por ello, las mujeres y los varones que compartan el ideal de paridad no pueden hacer de ésta una mera cuestión cuantitativa y a la hora de tomar decisiones que afectan a rasgos valorativos y normativos de la relación entre los sexos inclinarse por la costumbre, la tradición, el estereotipo sexual o incluso la religión.
Contra la paridad se argumenta, desde diversos registros, que en realidad “las mujeres no desean el poder”, que en realidad las mujeres preferimos “hacer otras cosas”. Varios hechos socavarían este estereotipo comportamental : el hecho de que sean las mujeres las que asumen las obligaciones familiares es un fuerte impedimento para obtener y desempeñar cargos políticos; el hecho de que las mujeres sean excluidas de ocupaciones tradicionalmente masculinas que en muchas ocasiones son plataformas para desarrollar una carrera política; el hecho de que una mujer no pueda conferir poder a otra lo que convierte el poder de las mujeres en inestable; el hecho de que las mujeres se hallen fuera de las redes de influencia. Así pues, las mujeres no eligen “no desear el poder”, sino que es más bien la injusticia sexual la que coarta el acceso al poder de las mujeres.
En el análisis de las instituciones formales, representativas y socializadoras es donde encontraremos el origen de la desigualdad y de los modos de opresión que terminan por afectar todo nuestro desarrollo vital. En el caso de las mujeres, la desigualdad procede de la carencia de poder, pero también de un déficit absoluto de autoridad. El poder, así pues, tiene un objetivo velado y poco explicitado: sostener los criterios de autoridad indispensables para dar sentido a la realidad. El poder asegura el sostenimiento de una determinada autoridad, de ahí que las fracturas en el poder, si el cambio es lo suficientemente radical, conlleven cambios sustanciales de sentido normativo respecto de la realidad. El feminismo político propone este cambio de sentido en la toma de decisiones para llevar a término un cambio ulterior en la escala normativa de la sociedad. De ahí que el poder de las mujeres en los espacios públicos se someta continuamente a interrupciones. El ejemplo más evidente es el poder político.

http://www.mujeresenred.net/spip.php?article888