18 de noviembre de 2015

POBREZA Y EXCLUSIÓN SOCIAL. LAS MUJERES PRIMERO.


Cuando hablamos de pobreza y exclusión social, a menudo nos vienen a la cabeza imágenes de personas viviendo en la calle o en chabolas, descalzas, con niñas o niños desarrapados corriendo alrededor, mendigando unas monedas en la puerta de cualquier iglesia o, simplemente, muriéndose de hambre. Y es que alrededor de 1.200 millones de personas en el mundo viven en esta situación, con menos de un dólar al día, de las cuales el 70% son mujeres.
Pero la pobreza está mucho más cerca de lo que muchas personas pueden creer, porque ser pobre es también llevar más o menos una vida normalizada, pero sin llegar a fin de mes habiendo cubierto sólo parte de las necesidades básicas. Ser pobre es no poder dar a tus hijos e hijas las mismas oportunidades que tienen los demás niños o niñas, o tener que llevar el mismo abrigo que llevabas hace veinte años y que ya, de ajado, apenas da calor. Ser pobre significa mantener una dieta baja en proteínas, o no poder encender la calefacción cuando el termómetro indica que hace un frío insoportable. Y es que, por ejemplo en Europa, según los datos de Eurostat 2013, aproximadamente 120 millones de personas viven en situación o riesgo de pobreza y exclusión social, de las que un 54% son mujeres, alcanzando cifras de 164 millones en los países de América Latina y el Caribe. Aunque no tenemos datos desagregados por sexo, en el caso de América Latina y Caribe es más que previsible que también en este caso la tasa de pobreza femenina sea mayor que la masculina.
Cuando la impresión generalizada, al menos en muchos países de los considerados desarrollados, es la de que las vidas de las mujeres en dichos países están mejorando, y la de que ahora estamos al mismo nivel que los hombres en el nivel económico, en el profesional, en el social, en el político, en el familiar, etc., las cifras desmienten este tópico. Como ejemplo, decir que, pese a tener más años de educación que los hombres, las mujeres aún nos concentramos en ocupaciones peor remuneradas como la enseñanza, la salud o el sector servicios. Al comparar hombres y mujeres de la misma edad y mismo nivel educativo, los hombres ganan, de media, un 17 por ciento más que las mujeres en América Latina, un 16,4% más en la Unión Europea, y un 17,8% más en España.
Y si volvemos al ámbito mundial, es un hecho verificable, por ejemplo, que en las familias de la mayoría de los países del mundo, el reparto de la renta no sigue pautas de igualdad, sino que sus miembros acceden a un orden jerárquico de reparto presidido por criterios de género; que en muchos -demasiados- países, las mujeres no tienen los mismos derechos de acceso a la educación, lo que les permitiría mejorar su posición en las escalas social y económica; que de los, aproximadamente, 550 millones de personas trabajadoras pobres del mundo, un 60% son mujeres, o que las mujeres tenemos unos ingresos de entre un 30% y un 60% menor que los hombres. Son sólo algunos ejemplos, pero podríamos encontrar muchísimos más ¡Y luego nos hablan de igualdad!
Uno de los efectos más tremendos de los programas de ajuste estructural, inherentes a las políticas neoliberales en todo el mundo, es el del crecimiento del trabajo gratuito de las mujeres en el hogar, resultado de la abdicación de los Estados de aquellas funciones básicas para la vida como la salud, la nutrición, la educación de los hijos e hijas o la atención a las personas dependientes, por poner sólo algunos ejemplos. Estas funciones siempre han estado en manos de las mujeres en la mayoría de los países del mundo y ahora, cuando en algunos de ellos parecía que empezábamos a tener otros roles -económicos y sociales-, con el pretexto de la crisis económica, vuelven a recaer en las familias y, por tanto, otra vez principalmente en las mujeres.
En España, por ejemplo, a los brutales recortes en los sueldos y en los servicios sociales, se ha añadido la derogación en la práctica de la Ley de Dependencia. El objetivo de ésta era precisamente reducir algunas de las cargas de quienes cuidaban a las personas dependientes -es decir, sobre todo mujeres- para facilitar su acceso al trabajo remunerado fuera del hogar. La consecuencia es que se ha convertido a millones de trabajadoras en esclavas, ya del hogar, ya de las empresas.
La globalización, en su versión neoliberal, es un proceso que está ahondando cada vez más la brecha que separa a las personas pobres de las ricas en general. Pero, sin lugar a dudas, las grandes perdedoras de estas políticas económicas somos las mujeres, ya que patriarcado y capitalismo se configuran como las dos macro realidades sociales que socavan nuestros derechos al propiciar la redistribución de los recursos asimétricamente, es decir, en interés de los varones. Y cuando hablamos de recursos no nos referimos sólo a los económicos, sino también a los educativos (en muchos países inexistentes para las mujeres); a los profesionales (colocándonos el famoso techo de cristal por encima de nuestras cabezas); a los de la distribución del espacio (el público sigue siendo mayoritariamente masculino); y un largo etcétera que vulnera los derechos fundamentales de las mujeres y su dignidad.
Llevamos siglos de desventaja y, a pesar de que también han sido de lucha por la igualdad, en todos los países del mundo, en mayor o menor medida, las mujeres seguimos siendo violentadas, cosificadas, tuteladas, sometidas, privadas de libertad, en situaciones de conflicto o de necesidades económicas de supervivencia, más forzadas a abandonar nuestros hogares que los hombres, con menor actividad económica que éstos, con escasa representación política, más excluidas y más pobres.
En muchos países, sobre todos en los llamados Estados de bienestar europeos, las políticas públicas de igualdad, orientadas a reducir las desigualdades económicas y a debilitar las jerarquías a través de acciones positivas, servían hasta ahora para una mejor redistribución de los recursos, aunque nunca suficiente. Pero ha bastado con una crisis económica y financiera, como la que seguimos atravesando, para que muchos de los derechos y avances que habíamos logrado se hayan desvanecido a tenor de políticas económicas neoliberales y nuevas legislaciones que, de una manera encubierta e indirecta, vuelven a situar a la mujer en el punto de partida, lo que no podemos permitir, por lo que es preciso, y más que nunca, seguir luchando.
Son muchas, aún demasiadas, las cosas por cambiar para lograr la igualdad efectiva entre hombres y mujeres, y proteger a éstas de la pobreza y la exclusión social. Y si lo son en lugares donde la equiparación es mayor, no digamos en lugares en los que las mujeres están en una posición de total inferioridad de condiciones o completamente sometidas. Pero de todos estos cambios, quizá los más necesarios sean modificar los roles domésticos y los estereotipos sociales, así como la puesta en marcha de políticas de igualdad que incidan en el mercado laboral o en el acceso a la educación en igualdad de oportunidades. Porque recordemos: ni todas las mujeres tienen un salario, ni todas las niñas y adolescentes posibilidad de recibir una educación.





ISABEL ALLENDE ROBREDO* Y PEPA FRANCO REBOLLAR*
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