30 de noviembre de 2018

Sobre género, sexo y mujeres.


En los últimos tiempos, debido sin duda a la relevancia de algunos temas relacionados con las mujeres, se han instalado en el lenguaje cotidiano conceptos propios del feminismo académico, como el género, o de la política feminista, como la paridad. Sin embargo, estos términos no siempre son bien utilizados, de forma que con frecuencia conducen a confusión más que a la clarificación de las situaciones.

Los profesionales del periodismo se han hecho eco de la desorientación general y están apostando por aclarar conceptos y simplificar los términos. En un programa muy respetado en TV3, la conductora explicó públicamente que hablar de género conducía a dudas, ya que se trataba de un término gramatical, y que por tanto había decidido hablar de “mujeres” en su lugar. Es decir, no se trataría de violencia de género sino de “violencia contra las mujeres”, por poner un ejemplo. Un periodista veterano de nuestro país ha puesto de manifiesto en los últimos días el eufemismo que a su juicio significa hablar de violencia de género cuando en realidad el hecho al que nos referimos tiene ya un término, conocido por todo el mundo y de larga tradición cultural, que es el “crimen pasional”.

Admitiendo que se trata de un tema polémico y que, ciertamente, hablar de mujeres en lugar de género clarifica y simplifica los discursos, me propongo hacer algunas matizaciones respecto a los conceptos y sus implicaciones.

Una primera confusión es la que se produce entre género y sexo. El sexo viene determinado por la naturaleza, una persona nace con sexo masculino o femenino. En cambio, el género, varón o mujer, se aprende, puede ser educado, cambiado y manipulado. Se entiende por género la construcción social y cultural que define las diferentes características emocionales, afectivas, intelectuales, así como los comportamientos que cada sociedad asigna como propios y naturales de hombres o de mujeres. Ejemplos de esta adscripción de características en nuestra sociedad es pensar que las mujeres son habladoras, cariñosas y organizadas y los hombres son activos, fuertes y emprendedores. Podemos decir, usando las palabras de la doctora Victoria Sau, que el género es la construcción psicosocial del sexo. Una primera función implícita en el género es la de hacer patente que hombres y mujeres son más diferentes que similares, y éste es el motivo de que la sociedad humana haya establecido la existencia de estos dos géneros, fenómeno que tiene una dimensión universal.

La división que configura el género no es neutra, como han puesto de manifiesto muchas pensadoras a lo largo de la Historia. No hay más que mirar a nuestro alrededor para ver cientos de ejemplos: el vestidito rosa o el traje azul para el bebé que acaba de nacer según sea niña o niño; grandes zonas en los supermercados con juguetes de construcción, deportes o coches para niños y otras fácilmente identificables por los tonos pastel llenas de muñecas-bebé a las que cuidar y mimar, juguetes representando electrodomésticos y muñecas similares a las modelos televisivas que se pretende que las niñas emulen en un futuro próximo. Si alguien cree que esto pertenece al pasado no tiene más que visitar unos grandes almacenes cualesquiera, observar los anuncios televisivos para niños o revisar los regalos que han traído en las pasadas navidades los Reyes Magos. Los análisis realizados por el Consell Audiovisual de Catalunya sobre spots publicitarios de juguetes correspondientes a la navidad de 2004 mostraron una tendencia al incremento del sexismo y no a su disminución, como cabría esperar. Otros signos muestran la incidencia cultural en la determinación del género como, por ejemplo, la forma de vestir que aún impide a muchas niñas subir a determinados columpios o tirarse por el suelo mientras que los niños tienen absoluta libertad de movimientos. Si una niña llora, todos la consuelan; si es un niño, se le secan las lágrimas y se le pide que se comporte como un “hombrecito”. Insisto una vez más en que estos comportamientos educativos por parte de las personas adultas son todavía muy mayoritarios, pese a que existe la percepción social de que están ya superados. La realidad social dista mucho de la percepción que la ciudadanía tiene en este aspecto, como muestran una y otra vez los estudios que se realizan periódicamente al respecto y como puede observar cualquier persona con interés en el tema.

Después de estos ejemplos, no puede decirse en conciencia que las mujeres son diferentes de los hombres por naturaleza, más allá de sus características sexuales. Las diferencias educativas que hemos visto se ponen diariamente en práctica tanto por hombres como por mujeres: la mayoría de educadores tratan de forma diferente a los niños y niñas según su sexo, aunque sea inconscientemente. Al hacerlo, les están proporcionando, sin saberlo, un conjunto de comportamientos válidos, un género con el que identificarse. En las diversas sociedades se configuran roles y estereotipos asignados a hombres y a mujeres que conforman diversas maneras de sentir, pensar, actuar y vivir, en muchas ocasiones opuestas, incompatibles y, lo que todavía es peor, terriblemente injustas.

Del mismo modo, la forma como se generan y desarrollan las relaciones de poder viene determinada directamente por la socialización en función del género a que están sometidos niños y niñas desde que nacen. Las niñás observan a su alrededor que la mayoría de puestos importantes están ocupados por hombres. Consejos de Administración de las empresas, gobiernos locales y autonómicos, cargos de dirección de instituciones, los científicos galardonados... una abrumadora representación masculina en puestos de poder que dificulta su posible identificación con estos lugares donde se toman decisiones. Es cierto que cada vez con mayor frecuencia se oye hablar a médicas, alcaldesas, científicas, e incluso ministras, pero desde un punto de vista global y también debido a la menor presencia mediática, son casos que todavía resultan relativamente infrecuentes. El Programa de la Mujer que lleva a cabo la Universidad Politécnica de Barcelona, tratando de promover el interés de las jóvenes hacia carreras técnicas, podría aportar muchos datos sobre este particular. Esta educación que orienta mayoritariamente a un chico hacia una carrera técnica y a una chica hacia una carrera “humanística”, esta educación diferenciada en función del género, es la que genera discriminación hacia las mujeres en la gran mayoría de las sociedades conocidas.

El género se configura, por tanto, como una categoría conceptual que explica cómo la construcción social de nuestra cultura ha transformado las diferencias entre los sexos en desigualdades sociales, económicas y políticas. Esta traslación de diferencias biológicas a sociales es primordial ya que el concepto de género no sólo designa lo que en cada sociedad se atribuye a cada uno de los sexos sino que evidencia esta conversión cultural en desigualdad. En teoría, el tipo de relación existente entre los géneros podría ser igualitaria, con dominante masculina o con domnante femenina. Evidentemente, en la mayor parte de las sociedades conocidas, existe el sistema de género/sexo con dominante masculina pero esa división entre los sexos es siempre construida socialmente y no el producto de diferencias biológicas. No hay ninguna razón objetiva que explique que la diferencia deba convertirse en desigualdad.

Otra de las situaciones que dan lugar a confusiones es que, muy a menudo, se identifica género con mujer y no con relaciones sociales de género, como sería más adecuado teniendo en cuenta el orígen del concepto. Por eso no debería olvidarse que cuando se habla de género las mujeres feministas nos estamos refiriendo a las relaciones entre mujeres y hombres y a las construcciones sociales que se hacen de la feminidad y de la masculinidad. Éste es el motivo de que género sea tanto una categoría relacional como una categoría política ya que las atribuciones de género son opresivas y rígidas tanto para los hombres como para las mujeres, aunque tradicionalmente las mujeres hayan salido perdiendo en este reparto.

De acuerdo con las premisas anteriores, las políticas llamadas de género no sólo se dirigen hacia las mujeres, sino también hacia los hombres, tratando de cambiar los patrones que la cultura les ha asignado a ambos. Parten de la base de que el género compromete a todas las personas, hombres y mujeres, y parten de la reflexión desde la experiencia. El género como categoría relacional permite tratar a todas las personas como iguales, en el sentido de tener el mismo valor, independientemente del sexo. No se trata, y ésta es ya la última confusión a la que aludiré, de considerar la igualdad de género como “igualdad a” los hombres, ya que eso significaría colocar a los hombres como medida de lo deseable, sino como “igualdad entre” diferentes personas de diferente sexo ante el mundo público y el privado.

Resulta en cualquier caso altamente estimulante y sano para nuestra sociedad comprobar cómo los conceptos relacionados con las mujeres tienen por fin un espacio en los medios de comunicación y contribuirán, como no puede ser de otra forma, a visualizar y reconocer los derechos de todas las mujeres, asignatura todavía pendiente para una auténtica proclamación de los derechos humanos.


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29 de noviembre de 2018

Los muxes, el controvertido tercer género que existe en México.



En la región de Istmo de Tehuantepec, en el estado de Oaxaca, hay tres géneros desde la época prehispánica: hombres, mujeres y muxes.
"¿Qué forma debo usar cuando hablo con usted: femenina o masculina?", le pregunté a Lukas Avendaño, a quien había visto en pantalones al principio del día pero que ahora llevaba una falda negra tradicional con coloridas flores bordadas.
Estábamos hablando en español, con sus sustantivos y pronombres con género. "Prefiero que solo me llames cariño", se ríe Avendaño.

Aquí, en la región de Istmo de Tehuantepec, en el estado de Oaxaca, en el sur de México, hay tres géneros: hombres, mujeres y muxes. Esta tercera clasificación ha sido reconocida y celebrada desde la época prehispánica, y es difícil imaginar la vida sin muxes aquí.

Pero en esta región donde la mayoría de la gente habla el idioma indígena zapoteco, mi pregunta no tiene mucho sentido.

"En zapoteco, como en inglés, no hay géneros gramaticales. Solo hay una forma para todas las personas. Los muxes nunca se han visto obligados a preguntarse: ¿son más hombres o más mujeres? ", explica Avendaño.

"Somos el tercer sexo", añade Felina, quien, a diferencia de Avendaño, decidió cambiar el nombre masculino que le puso su familia al nacer, Ángel, y solo usa este apodo. "Hay hombres y mujeres y hay algo en medio. Y eso es lo que soy".
Estuve en la Vela de las Intrépidas (Vigilia de las Intrépidas), la celebración anual que llevan a cabo los muxes cada noviembre en Juchitán de Zaragoza, una pequeña ciudad en el Istmo de Tehuantepec.

DISTINTOS ESTILOS

Al observar a los diferentes muxes, no encontré mucho en común entre sus estilos. Había muxes que, como las tehuanas locales (mujeres del Istmo de Tehuantepec), vestían los mismos trajes ricamente bordados que inspiraron el estilo único de Frida Kahlo.

Otros parecían preferir los vestidos de estilo occidental o la ropa de drag queen. Y había algunas prendas de vestir para hombres, mostrando su estado con solo un simple maquillaje y esmalte de uñas.
"Es difícil describir quién es un muxe. Básicamente, podemos decir que un muxe es cualquier persona que nació hombre pero que no actúa de manera masculina", dice Avendaño.

"Lo que sabemos, 'bajo el punto de vista occidental', es que 'travesti de hombre a mujer', 'transexual de hombre a mujer', 'gay afeminado' o 'gay masculino' parece estar incluido en la categoría de 'muxe' siempre que haya un fuerte componente de identidad étnica", escribe el antropólogo Pablo Céspedes Vargas en su artículo "Muxes en el trabajo: entre la pertenencia de la comunidad y la heteronormatividad".

Avendaño también enfatiza que "muxe" es un término zapoteco y no se puede entender sin saber más sobre su cultura.

Esto es así porque el concepto de muxe solo existe aquí, en el Istmo de Tehuantepec, donde estas personas son una parte importante de la comunidad. Algunos dicen que se cayeron del bolsillo de Vicente Ferrer, el santo patrón de Juchitán, al pasar por la ciudad, lo que, según los lugareños, significa que nacieron con una estrella de la suerte.
Una segunda versión de la leyenda del santo dice que Vicente Ferrer llevaba tres bolsas: una con semillas femeninas, una con semillas masculinas y otra donde las dos estaban mezcladas. De acuerdo con esta historia, la tercera bolsa se filtró en Juchitán, y esa es la razón por la que hay tantos muxes aquí.

Pero Fernando Noé Díaz, afirma, un maestro de escuela primaria que tiene muchos amigos muxe, no está de acuerdo con esto. "No es cierto que haya más aquí. Simplemente son más respetados, para que puedan ser más visibles", afirma.

Un muxe llamado Kika nos había invitado a la vela de esta noche. Allí, cada habitación tenía una sección con mesas y decoraciones donde se servían alimentos y bebidas a sus huéspedes.

"Supongo que los muxes son muy respetados porque son más un género social que sexual. Tienen un papel importante en la comunidad", añade Noé Díaz.

SU PAPEL EN LA COMUNIDAD

Juchitán es famoso en todo México por sus mujeres fuertes y orgullosas. Algunos incluso lo llaman matriarcado, lo cual no es necesariamente correcto, pero las mujeres tradicionalmente manejan el dinero que los hombres traen a casa.

Los locales bromean diciendo que los hombres aquí tienen penes dulces o salados, lo que significa que son agricultores o pescadores. Las mujeres, por otro lado, deben vender lo que los hombres producen, y el mercado constituye sus dominios.

Esta noche, como es tradición en la vela, las mujeres tradicionalmente donan dinero como regalo, mientras que los hombres llevan cajas de cerveza.
"Cuando el hombre está en el mar o en el campo y la mujer está en el mercado, no hay nadie para cuidar de la casa y la familia. Ahí es donde entra el muxe", explicó Noé Díaz.

"Algunos incluso dicen que es una bendición para una madre tener un hijo muxe que la ayudará en la casa y cuidará a los hermanos pequeños. Además, a los muxes no se les permite socialmente tener relaciones a largo plazo o casarse para que puedan quedarse con sus madres cuando envejezcan".

En la vela, las madres son las que sirven comida en cada mesa. La madre de Kika comprueba que nadie tiene hambre, y los miembros más jóvenes de la familia me dan una nueva cerveza cuando la mía comienza a vaciarse.

Pero Kika no quería dedicarse al trabajo doméstico, uno de los roles tradicionales de muxe, junto con las artesanías y las ventas en el mercado. Ella es propietaria de un salón de belleza en el centro de la ciudad. Lo mismo ocurre con Felina, que dirige un grupo de muxes, las Auténticas Intrépidas Buscadoras del Peligro, que son los organizadores de la vela de esta noche.
Según Noé Díaz, muchos muxes trabajan en la preparación de las fiestas tradicionales que suponen una gran parte de la economía local. Confeccionan disfraces y adornos para velas, bautizos, comuniones, fiesta de 15 años y bodas.

Noé Díaz también conoce muxes que se dedican a fabricar artesanías para vender en los mercados. Otro de sus amigos muxe es un maestro de escuela primaria.

Avendaño es un actor y director que viaja por el mundo con su espectáculo sobre lo que significa ser un muxe y que se titula Réquiem para un Alcaraván.

El show pone mucho énfasis en la parte católica de la identidad del muxe.

"Los muxes siempre han tenido un papel importante en la Iglesia católica local. Su trabajo era preparar las decoraciones de la iglesia. En Tehuantepec, la ciudad de donde provengo, los muxes tienen su propia hermandad dentro de la Iglesia", dice Avendaño al explicar cómo la Iglesia católica acomodó sabiamente la tradición de los tres géneros que está profundamente arraigada en la cultura local.

La celebración de hoy comenzó con una santa misa en honor a los muxes en la iglesia local del patrón Vicente Ferrer.
Después de la misa, comenzó la tradicional procesión por las calles del pueblo. La multitud colorida fue liderada por una banda y muxes portando velas.

Detrás de ellos, más muxes seguían la caravana en autos y camiones decorados con flores, globos y decoraciones de papel. Pero lo más destacado del día fue la fiesta que tuvo lugar por la noche fuera de la ciudad.

Pude ver a muchas personas: mujeres, hombres y niños. Todos llevaban ropa regional: mujeres en enaguas y blusas bordadas, llamadas huipiles; hombres en guayaberas blancas.

Todos fueron recibidos en el escenario por un muxe que desempeña el papel de lo que se conoce como el "mayordomo", el organizador principal de la vela, que estuvo acompañado por su compañero, que es un mayate.

Los mayates son hombres que tienen relaciones sexuales con muxes, pero no son muxes y no son considerados homosexuales.

"Una diferencia importante con la visión cultural sobre el sexo de Occidente es que para los zapotecas, solo las relaciones sexuales entre un macho muxe y un heterosexual tienen significado. Las relaciones entre muxes o entre un hombre muxe y un hombre gay no tienen sentido, de hecho son inconcebibles. Ningún muxe dormiría con un hombre que se considera gay", escribe Marinella Miano Borruso en un artículo titulado "Entre lo local y lo global: los muxe en el siglo XXI".

"La sociedad zapoteca en su conjunto no concibe a un hombre que tiene relaciones con un muxe como un homosexual, su estatus de hetero no se cuestiona".

Según Miano Borruso, históricamente, los muxes no tenían por qué ser homosexuales. Hubo casos en los que eran heterosexuales, bisexuales o asexuales.

"Tradicionalmente, ser muxe no dependía de la orientación sexual. Es un género cultural, una función social y una identidad, pero no una característica del deseo sexual de alguien", explica en su libro "Hombre, mujer y muxe en el Istmo de Tehuantepec".

No obstante, todos los muxes con los que hablé en la vela se consideraban homosexuales o una mujer nacida en un cuerpo masculino. Algunos se transforman con terapias de hormonas e implantes.

Durante el concurso anual de la Reina de los Muxes, que formó parte de la vela, noté que muchos de ellos tenían senos artificiales. "Eso es algo nuevo. Los pechos falsos no hacen a un muxe más muxe ", comentó Noé Díaz.
Los muxes también han estado involucrados en la lucha por los derechos LGBT. Amaranta Gómez Regalado, un muxe de Juchitán, fue candidato local en las elecciones para el Congreso mexicano.

A pesar de que no obtuvo suficientes votos, se hizo famosa como la primera candidata transexual de México. Sigue involucrada en política, especialmente en campañas contra la homofobia y para la prevención del SIDA.

"En lugar de dedicar nuestras vidas al bordado, la artesanía o las ventas callejeras, cada vez más recibimos una educación superior", dijo Felina. "Si las hijas de San Vicente no luchamos por nuestros derechos, ¿quién lo hará?".
Aún así, los mexicanos siguen teniendo sentimientos encontrados hacia los homosexuales en general. Por un lado, Ciudad de México fue la primera capital latinoamericana en legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo.

Sin embargo, el país también sufre una de las tasas más altas de delitos contra la comunidad LGBT en el mundo, con 202 personas asesinadas por homofobia entre enero de 2014 y diciembre de 2016, lo que equivale a uno cada tres o cuatro días.

Para la comunidad gay mexicana e internacional, Juchitán se ha convertido en un paraíso extraño y un símbolo de tolerancia.
A pesar de que algunos lugareños siguen discriminando a los muxes, y la comunidad muxe en general tiene menos oportunidades de estudiar y conseguir un empleo, la división indígena tradicional de tres géneros como una forma de ser natural y tradicional ha inspirado a los colectivos LGBT en todo el mundo.

Los muxes son cada vez más conscientes de esto.

"Dedicamos esta noche no solo a muxes", escucho desde el escenario. "También es tu noche. Para todos los homosexuales, no solo para los del estado de Oaxaca, sino para todos los homosexuales del mundo. Juchitán está abierto para todos ustedes".

https://www.publimetro.com.mx

27 de noviembre de 2018

Las esclavas modernas que sirven en hogares de Líbano.



ONG locales denuncian la situación de explotación y maltrato de las empleadas del hogar etíopes en este país árabe.
“Cada dos semanas tenemos que repatriar el cuerpo de una mujer etíope. La mayoría se han precipitado al vacío desde el balcón del hogar donde trabajaban como sirvientas o se han suicidado. Las menos han muerto en un accidente de tráfico”. Este es el balance que hace en Beirut el cónsul de Etiopía en Líbano, Wahide Belay Abitew. El diplomático asegura que esta semana se han intensificado las negociaciones bilaterales con el fin de alcanzar un acuerdo que proteja los derechos de al menos 80.000 compatriotas suyas en el país árabe y que representan un tercio de las migrantes empleadas en Líbano.
El optimismo de Abitew respecto a las negociaciones contrasta con el pesimismo que expresaba una década atrás su predecesor Asaminew Bonssa. “No podemos hacer nada para proteger a nuestras nacionales, así que hemos impuesto una prohibición de viaje a Líbano”, lamentaba el entonces cónsul en Beirut. En 2008, Bonssa cifraba en dos las etíopes muertas a la semana en Líbano. Si bien la situación legal de estas mujeres ha cambiado poco o nada, sí ha disminuido drásticamente la cifra de fallecidas. El mérito es de la amplia red de apoyo creada por las propias migrantes, muchas sin papeles, que gracias al apoyo de ONG locales y a la incalculable ayuda que representan las redes sociales ofrecen un escape a las maltratadas por sus jefes.
“El caso de Meriem es uno de libro”, dice Inu conforme recorre las calles de una modesta barriada de Beirut. Esta veinteañera llegó a la capital libanesa hace dos años para trabajar como empleada del hogar. Ahora tiene un empleo de trabajadora social (sin papeles) en el Centro para la Comunidad de Migrantes en Líbano. Esta ONG fue fundada por feministas y activistas contra el racismo en 2011, en plena vorágine de la Primavera árabe. Su objetivo: ayudar a las inmigrantes irregulares que trabajan en empleos domésticos. Mujeres como Meriem, que ha cumplido 19 años y desde hace dos meses es una fugitiva. Sin lágrimas ni dramas, relata los seis meses de abusos y maltratos que sufrió desde que dejó los suburbios de Addis Abeba, la capital etíope, para aterrizar en el seno de una familia libanesa con tres niños en la norteña ciudad de Trípoli.
Su cuerpo se antoja un mapa de maltratos. Se señala la cabeza para rememorar el día en que su madame ─como comúnmente se refieren a las empleadoras libanesas─ le abrió una brecha golpeándola con una silla “porque la pequeña no se terminó el puré”. Luego se remanga el jersey para descubrir una oscura cicatriz en la espalda, legado del míster (señor) que un día decidió morderle la espalda hasta hacerla sangrar. Llegó al Líbano como llegan todas: con la mediación de las agencias. “El dalala [intermediario local] cobra a las chicas (en Etiopía) y a las agencias libanesas por reclutar jóvenes en los pueblos etíopes”, explica en Beirut Samaya Mattouk, de la ONG libanesa Kafa.

Sin pasaporte y sin contrato

Nada más aterrizar en Beirut, un empleado de la agencia le confiscó el pasaporte con la connivencia de los servicios de inmigración libaneses, como le ocurre al 85% de las mujeres que llegan con los mismos planes, según un estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Meriem firmó un contrato por 218 euros mensuales por seis días de trabajo a la semana. No le dieron copia. La mitad de las empleadas domésticas migrantes en Líbano no tienen un solo día libre, según el citado informe.
“Es muy complicado proteger los derechos de estas trabajadoras porque están excluidas del código laboral libanés por el artículo 7”, advierte también en Beirut Mariela Acuña, coordinadora para Oriente Próximo de la Federación Internacional de Trabajadores del Hogar. En caso de litigio con la empleadora libanesa, pueden recurrir a los tribunales civiles, pero emiten decisiones temporales. Su segunda opción es el Código Penal libanés, aunque la resolución del veredicto lleva años y muy pocas migrantes se embarcan en el proceso.
En el plano internacional, Líbano tampoco ha ratificado la convención 189 de la Organización Internacional del Trabajo. El único marco regulatorio del que disponen es el modelo único de contrato que Líbano adoptó en 2009 tras intensas presiones ejercidas por las ONG. “Sigue siendo insuficiente y ambiguo por lo que permite que los empleadores libaneses mantengan las malas prácticas y los abusos”, resume Lala Arabian, gerente de la ONG Insan. A falta de regulación, las empleadas del hogar migrantes quedan sujetas al sistema de kafala (apadrinamiento) y vinculadas legalmente a su espónsor libanesa. Los abusos e incluso crímenes son cometidos en un 85% por mujeres libanesas, cristianas y musulmanas por igual. De la gran mayoría de los casos, las madames salen legalmente impunes y socialmente se consideran dueñas de sus sirvientas.

https://elpais.com/internacional/2018/11/20/actualidad/1542728185_984168.html#?id_externo_nwl=newsletter_global20181127m

15 de noviembre de 2018

La crianza con apego como desafío al capitalismo patriarcal.


Si las mujeres-madre que maternan con apego tienen una gran presión social y laboral, en las que son feministas hay que añadir las contradicciones internas. Aún mantenemos la concepción errónea de maternidades sumisas por imperativo moral o biológico, que en nada se asimilan a las maternidades empoderadas que reclaman su presencia en la esfera pública.
Nuestro país tiene la mala costumbre de no contar con las personas implicadas a la hora de legislar. Así, las reformas laborales no cuentan con los y las trabajadoras; las leyes de educación, con profesorado y alumnado, y en las medidas de conciliación no participan las madres y tampoco se reconocen las necesidades de bebés, niños y niñas. Antes de ser madre, como integrante de una sociedad adultocéntrica, no era consciente de que la infancia debe tener voz política. Niños y niñas han sido consideradas personas incompletas e inferiores que, con un alto grado de obediencia, deben adaptarse -e incluso someterse- a las necesidades, demandas y expectativas de sus progenitores. Sin embargo, cuando nos convertimos en madres o padres y pretendemos romper la relación unidireccional de la crianza occidental, descubrimos que la infancia tiene una serie de necesidades a las que no estamos dando respuesta. Y nos damos cuenta porque los métodos que hemos aprendido -como parte de un modelo de crianza occidental hegemónico- no funcionan bien y los bebés o niñes tienden a oponerse a ellos: principalmente a través de su lenguaje, el llanto, e incluso a costa de su salud.

Hay madres y padres que consiguen aguantar e imponer las normas sociales interiorizadas. Otros y otras comienzan a mentir a la familia y a la sociedad (y a pediatras), ocultando su uso de prácticas de crianza no normativas pero que funcionan (como dormir con los bebés). Algunas familias comienzan a investigar otros métodos de crianza, se forman e informan, crean redes de apoyo (como los Grupos de apoyo a la lactancia materna) y presentan públicamente sus métodos alternativos de crianza. Pero, ¿es la crianza con apego una cuestión de moda? La etnopediatría (Meredith Small, James Mckenna, Carol Wortman, MªJosé Garrido) ha demostrado que las necesidades de la primera infancia son similares en todas las culturas pero que no todos los modelos de crianza las satisfacen por igual. En palabras de Meredith Small: “Quizás el hallazgo más sorprendente de la etnopediatría sea, hasta ahora, el hecho de que los estilos de los padres de la cultura occidental, esas reglas que tanto apreciamos, no son necesariamente lo mejor para nuestros bebés”.

Tal y como expone la antropóloga María José Garrido, máxima exponente de la etnopediatría en España, esta disciplina apuesta por la crianza con apego porque respeta los ritmos madurativos del bebé (cognitivo, conducutal y motriz) para formar adultos más equilibrados y sociedades más armónicas y menos agresivas. Hay tanto en juego, que sería irresponsable rebajarlo al nivel de moda pasajera. Además tenemos el acceso a un gran número de fuentes de información fiables, disponibles incluso para quienes presentan desconfianza ante las evidencias científicas de la OMS, que en otras ocasiones ha mostrado su connivencia con el capitalismo patriarcal. La satisfacción de las necesidades de la infancia debe ir unida a una ampliación del concepto de necesidad, más allá de alimento y abrigo, rechazando -como se hace desde el ecofeminismo- la distinción entre necesidades básicas y superiores. Para ampliar este concepto y evitar las tradicionales jerarquías piramidales podríamos basarnos en las teorías de Desarrollo a Escala Humana de Max-Neef (1994). Llevado al ámbito que nos ocupa y a modo de ejemplo: dar el pecho constituiría un satisfactor sinérgico, pues además de satisfacer la necesidad de subsistencia, estaría estimulando las necesidades de protección, afecto e identidad. En definitiva, si niños y niñas dejasen de considerarse seres incompletos que duermen mal, comen mal, se relacionan mal y se comportan mal, porque no lo hacen como nosotres (la adultonormalidad) y pasasen a ser personas completas dentro de cada fase evolutiva (las gafas con las que vemos el mundo, además de moradas, deberían viajar en el tiempo hacia nuestras propias infancias), comprenderíamos mejor sus necesidades y el aprendizaje que ofrece la crianza dejaría de ser unidireccional.

Pero dejando a un lado los aspectos teóricos, la fuente más fiable son sin duda nuestros hijos e hijas. Muchas de las mujeres que leyeron libros sobre crianza con apego lo hicieron cuando ya la estaban practicando de forma inconsciente: querían buscar un sentido racional a sus actuaciones para afianzar sus prácticas y armarse frente a la presión social ejercida, entre otras cuestiones, por querer destinar una parte de su tiempo vital a la crianza al margen del mercado laboral (a través de reducción de horarios, excedencias e incluso abandono del empleo). Nos encontramos en el lado opuesto de hace unas generaciones: hemos pasado de la maternidad como fuente indiscutible de realización personal de las mujeres, a la maternidad como un obstáculo para la realización personal, por lo tanto esta elección no está exenta de crítica social y de pensamientos antagónicos. Un matiz importante: esta dedicación a la crianza es más fácil si la capacidad económica, condiciones laborales y redes de apoyo lo permiten, porque la conciliación -con los actuales permisos mínimos y centrados exclusivamente en el ámbito laboral- tiene un claro sesgo de clase.

¿Cuál es la relación de este modelo de crianza con el feminismo?
Si las mujeres-madre que maternan (con apego) tienen una gran presión social y laboral, para las mujeres- madre feministas supone además una gran fuente de contradicciones internas. A lo largo de la historia -y aún hoy- el feminismo hegemónico ha considerado la maternidad como una maldición biológica y patriarcal. La lucha por salir de la esfera del machismo no ha ido unida a la salida de la lógica del capitalismo, al que se ha accedido con gusto e incluso con deseos de ocupar cargos de poder dentro del sistema patriarcal. Así el empoderamiento de las mujeres se ha desvinculado de la puesta en valor de las capacidades culturalmente consideradas “femeninas” (y de los procesos sexuales y la crianza) y se ha centrado en fortalecer aquello que nos habían negado (hemos librado esta batalla con las armas del enemigo, de manera que el patriarcado, íntimamente ligado al neoliberalismo, no ha tenido problema para asimilarnos).

Naturalizadas, con la única misión del cuidado de la vida, sin elección ni alternativas posibles, es normal que para aquellas grandes luchadoras feministas volver a hablar de maternidad en estos términos sea considerado una regresión y un encarcelamiento voluntario. Pero las reglas del juego, gracias a estas luchadoras, han cambiado, y las fichas que debemos mover hoy desde el feminismo quizás deban ser otras. Si los procesos para la protección de la vida se dotasen de significado político, podrían constituir (como se piensa desde el ecofeminismo) el germen para el cambio social y una herramienta de liberación (desde luego más liberadora que el alienante trabajo asalariado) y nosotras, las mujeres, las principales protagonistas de ese cambio. Sin embargo, uno de esos procesos, la maternidad, sigue considerándose una lacra para la mayoría de feministas, a pesar de que, como expone Casilda Rodrigañez, si rechazamos la maternidad para no ser inferiores a los hombres, estaríamos reconociendo que la maternidad es degradante per se.

A esta percepción negativa se le une la enorme sobrecarga a la que nos vemos expuestas y surge así la reivindicación de la figura de las “malas madres”: es difícil aunar el compromiso de la crianza con el compromiso laboral sin que alguno salga perjudicado. Sin embargo, jamás nos plantearíamos ser “malas profesionales” (o como diría Paca Moya, “malas trabajadoras precarias” o “malas esclavas”), pues aunque el feminismo ha conseguido que ambas situaciones puedan ser elegidas libremente por la mujer (tener hijos y tener empleo), parece ser que la maternidad a tiempo completo mina nuestra personalidad y sigue siendo considerada una actividad inferior. En parte porque aún mantenemos la concepción errónea de maternidades sumisas por imperativo moral o biológico, que en nada se asimilan a las maternidades empoderadas que aquí estamos defendiendo.

El debate sobre la maternidad dentro del feminismo no es sencillo, porque no son aplicables teorías generalistas y entramos en un terreno plagado de sentimientos y frustraciones, en función de cómo cada mujer ha vivido o ha decidido vivir la maternidad, según el periodo histórico, la clase social, la etnia, la ideología, las creencias personales y familiares, los mitos que rodean la maternidad, etc. También depende del conocimiento experiencial, es decir, de haber sido madre. Por contar mi propia experiencia: como feminista pre y posmaternidad, me he enfrentado a grandes contradicciones por una educación feminista -a la que, sin embargo, le debo lo que soy- que seguía ese modelo de maternidad independiente, donde les hijes no podían entrometerse en mi identidad como mujer libre. Los libros de crianza con apego, antes de ser madre, me parecían los típicos libros de autoayuda y, como no podía ser de otra forma, intenté practicar dicho modelo de crianza. Duró poco, porque a mi lucha interna se le sumaba un bebé con unas necesidades concretas. Fue entonces cuando me dejé llevar por mi instinto y todo cobró sentido, la crianza era más sencilla y el bebé y yo éramos más felices. Después, en la búsqueda de significados más racionales, encontré un gran grupo de apoyo a la lactancia aportando ayuda, consuelo, información, formación y una tribu. La mayoría de feministas que defienden la maternidad (como he podido comprobar en dos años de investigación) han pasado por un proceso similar, por lo tanto conocen de primera mano ambos discursos, pueden establecer comparaciones entre ellos y, lo más importante, son sensibles a las mujeres que hay detrás aunque no compartan sus ideas, a través de la práctica de la sororidad.

Aunque en ocasiones los grupos de apoyo se enfrentan a los apelativos “madres extremistas” o “talibanas de la teta” (no olvidemos que los machistas usan calificativos similares para el feminismo), jamás, en el trabajo de campo que he realizado dentro de grupos de apoyo, he encontrado imposiciones ni juicios negativos sobre distintas formas de crianza (siempre que no perjudicasen de una forma evidente y en ocasiones violenta al bebé).

Si creemos que las necesidades de la infancia deben ser adecuadamente satisfechas, en lugar de renegar de la idea de “buena madre”, deberíamos evitar el pluriempleo al que nos vemos sometidas, exigiendo medidas de conciliación efectivas, como permisos por maternidad más amplios y transferibles o incluso sacando al debate político la renta básica. Pero además, debemos luchar para que esa maternidad no se realice en solitario. La ausencia de tribu y la reducción de la familia extensa convierte la crianza en una actividad desbordante realizada por una o dos personas. Para empezar (en las familias con dos progenitores heterosexuales) se debería demandar la figura de “buen padre” mediante una paternidad entrañable, que además sea corresponsable en todas las actividades de la vida. Si bien esta idea es compartida por todas las corrientes del feminismo, las madres feministas -desde una perspectiva biocultural- somos conscientes, a pesar de que no sea políticamente correcto, que maternidad y paternidad son diferentes.

La negación de los procesos biológicos y fisiológicos por los que pasa una mujer cuando es madre invisibiliza su sexualidad y la condena a meros trámites para la obtención de bebés. En la batalla por el derecho a decidir sobre nuestro propio cuerpo debería incluirse el embarazo y parto respetado, el aborto, pero también la crianza respetada. El problema reside en que el bebé recién nacido se considera ya un ser separado de la madre y por lo tanto no forma parte (erróneamente) de los derechos de la mujer sobre su sexualidad. Quizás algún día se considere la exterogestación como una parte más del proceso reproductivo de la mujer. Por otro lado, el individualismo -inherente al sistema capitalista- se adentra incluso en discursos feministas y genera una especie de miedo a la ecodependencia. Cuando el bebé nace, directamente es tratado como un ser independiente y ajeno, que necesita cuidados por su inmadurez fisiológica, pero nada más (no importa ni el cómo ni los porqués). Algunas corrientes feministas ven necesario mantener esa separación entre madre y criatura para que la mujer como sujeto político no acabe convirtiéndose en la díada mujer-madre. En ocasiones, la dependencia que biológicamente tiene el bebé es trasladada a la madre como algo patológico y seguimos inmersas en la triste premisa: “ahora que hemos conseguido la libertad no podemos dejar que nuestras hijas o hijos nos la roben”. Cuando el punto de mira es estrecho se comprende esta relación: la sociedad patriarcal y capitalista, que no pone en el centro la vida, hace que las mujeres-madre queden relegadas a un ámbito “inferior” (y privado) y desterradas de cualquier actividad que pudieran desarrollar con anterioridad a su maternidad. Pero, desde un punto de vista más amplio, cualquiera puede analizar que el problema no es la maternidad, sino el sistema, por lo tanto la verdadera batalla feminista debería centrarse en un cambio de sistema, debería ser antipatriarcal pero también anticapitalista, predicar con el ejemplo en lugar de seguir las directrices del mercado y sacar las maternidades a la esfera pública: no para que el Estado críe a nuestros bebés, sino para que los bebés formen parte de la vida social en la que participan mujeres y hombres.

Es por eso que, en la actualidad, el discurso antimaternal jamás podrá ser feminista. Si hemos conseguido superar antiguas concepciones de “la buena mujer” y su destino incuestionable de la maternidad, tampoco podemos insistir en que la “buena mujer” contemporánea sea la gran emprendedora, que debe abandonar cualquier proyecto deseado (personal, familiar, social, activista) por un trabajo asalariado. De hecho, cualquier movimiento social que apueste por el decrecimiento y pretenda un cambio sistémico -y no leves transformaciones o reformas- debería cuestionarse esa relación con el mercado, ya sean mujeres u hombres. Un mercado que despedaza la vida humana, donde la mujer que trabaja no es mujer sino fuerza de trabajo: “un cuerpo despiezado”, como explica Casilda Rodrigañez, donde “cada pedazo tiene su lugar: la fábrica, el piso, la guardería, la oficina, el colegio, en donde puede estar la madre pero no la criatura o puede estar el hombre pero no la mujer. Cuanta más división, más despiece, cuanto más despiece, más jerarquía, cuanta más jerarquía, menos conciencia, menos autonomía, más centralización, menos solidaridad: tales son las reglas de la explotación, la destrucción del tejido social formado por el apoyo mutuo”.

Las madres que acuden a grupos de apoyo a la lactancia y que no desean ser “despedazadas” son conscientes de la gran desigualdad laboral a la que se ven expuestas por ser mujeres que maternan, por ello piden medidas de conciliación favorables para ellas y sus criaturas, que se adapten a sus necesidades y su modelo de familia y culpabilizan a las leyes de empleo, medidas de conciliación de los gobiernos y a las empresas, pero nunca a sus maternidades.

Si hacemos un recorrido por las corrientes feministas, el feminismo de la diferencia fue el primero en criticar aquellas corrientes que bebían de Simone de Beauvoir por el hecho de querer buscar un espacio para la emancipación de la mujer dentro del modelo masculino, adaptándonos a él y usándolo como punto de referencia. Aceptar las diferencias (que no la desigualdad) es vital, entre muchas cosas, para la sexualidad femenina y la maternidad. Por otro lado, el ecofeminismo, mediante su crítica a las dicotomías naturaleza y cultura -desterrando determinismos de cualquier tipo- para desarrollar, como expone Vandana Shiva, una perspectiva de subsistencia, podría ser la corriente que más se ha acercado a estas nuevas maternidades feministas. Según estas teorías, poner el eje de la desigualdad en las actividades “reproductivas” es culpabilizar a las víctimas, en lugar de establecer los verdaderos culpables de la desigualdad: la sociedad capitalista y patriarcal, que se ha levantado según Shiva y Míes gracias a la colonización de los otros (las mujeres, la naturaleza, las sociedades del sur). Que los y las colonizadas deseen seguir el mismo modelo de desarrollo, como hemos visto en países del sur, no funciona y acarrearía graves consecuencias. Querer por lo tanto alcanzar los “privilegios” que los hombres han conseguido es participar activamente y en igualdad en un sistema patriarcal y capitalista que seguirá somentiéndonos.

Ecofeministas como Yayo Herrero defienden que “si el feminismo se dio pronto cuenta de cómo la naturalización de la mujer era una herramienta para legitimar el patriarcado, el ecofeminismo comprende que la alternativa no consiste en desnaturalizar a la mujer, sino en “renaturalizar” al hombre, ajustando la organización política, relacional, doméstica y económica a las condiciones de la vida, que naturaleza y mujeres conocen bien”. Sin embargo, algunos de estos discursos teóricos -del ecofeminismo constructivista- se contradicen en la práctica, posicionándose a favor de propuestas antimaternalistas que fuerzan la igualación sin tener en cuenta las necesidades de madres y bebés. Como dice Patricia Merino: “No es la relación padre-hijo la que debe concentrar la atención y los recursos de las instituciones. Esa es una relación que el patriarcado lleva al menos 6.000 años protegiendo, legitimando y priorizando, así como la existente entre marido y esposa. Es el momento de atender la relación más vulnerable desde el punto de vista político y económico, que es la de la madre y la criatura como díada primigenia y como núcleo válido en sí mismo; porque es esa relación la que requiere empoderamiento para construir un sistema no patriarcal”. De hecho, las medidas políticas de conciliación y corresponsabilidad aparecen hoy relacionadas con las nuevas masculinidades y paternidades. Es triste pensar que la crianza va a cobrar valor solo cuando el hombre se adentre en ella. Que los permisos por paternidad se pongan sobre la mesa así lo demuestra. Mientras, se silencia la voz de tantísimas madres que han reclamado durante años permisos más largos, han intentado conciliar a cualquier precio (incluso a costa de su salud), se han cogido excedencias, reducciones de jornada, etc. y lo seguirán haciendo aunque sus parejas tengan permisos de paternidad más largos, porque la demanda es otra.

Por supuesto que la corresponsabilidad debe ser una tarea feminista, así como debería ser de manera preferente defender las necesidades y demandas de las mujeres (donde se incluyen las madres). Que los padres se impliquen en la crianza (y en todas las tareas de cuidado de mayores, enfermos, y hogar, no lo olvidemos) en igualdad no puede contraponerse a las necesidades expresadas de las madres mediante una buena dosis de paternalismo. Las mujeres que desean maternar son conscientes de la importancia de su presencia en los primeros años de vida, mínimo durante el primer año, con funciones como: un parto, un posparto, la exterogestación del bebé, el puerperio, la lactancia y el hecho de constituir la primera figura de apego con el bebé. Estos hechos no tienen por qué herir la sensibilidad de nadie, esta figura puede sustituirse en circunstancias o realidades diferentes. Es importante también que seamos conscientes de que la crianza va mucho más allá del primer año, a partir de ahí padre y madre pueden adquirir la misma función. Corresponsabilidad implica un igual reparto, pero esto no quiere decir que las tareas deban ser las mismas ni en el mismo tiempo (mientras una madre amamanta su bebé, el padre puede estar implicado de múltiples formas, tanto con el bebé, como con el cuidado de hijos e hijas mayores, el trabajo del hogar, etc.).

Con estos argumentos no pretendo hacer una apología de la maternidad y por supuesto hay que tener en cuenta la diversidad familiar, donde debemos hablar de dos madres, dos padres, madre sola, padre solo, etc. Lo que pretendo es dar voz a la cantidad de madres que gritan sin que nadie las escuche y además canalizar esta demanda desde una perspectiva feminista. Porque las madres feministas que deciden maternar no son sumisas, no siguen los dictados del capitalismo, más bien tienen que hacer peripecias para salir de esa lógica del capital y luchar como activistas que quieren sembrar el germen de una vida donde se dé prioridad a las personas. Este nuevo feminismo considera que la revolución será feminista o no será, pero solo lo será cuando las madres, las niñas y niños tengan cabida dentro del movimiento. Hay ya un gran número de madres activistas que proclaman este cambio. Añado al final la mención a varias porque el estudio de sus trabajos podría ser de interés para entender las demandas de las maternidades feministas. Algunas de ellas se encuentran junto a una gran cantidad de madres-feministas-activistas luchando ahora desde la Plataforma de Madres Feministas por unos Permisos Transferibles (PETRA) con un discurso teórico y práctico tan bien armado que podría ser el inicio para la construcción de la cuarta ola del feminismo que, como expone Patricia Merino, barra el antimaternalismo hasta ahora defendido por el “feminismo hegemónico”. Una Plataforma que refleja las demandas de un gran sector de madres (demandas que se extienden desde hace casi veinte años) y que realiza una crítica a la actual Propuesta de ley de permisos iguales e intransferibles. Iguales: porque ampliar los permisos paternos ha significado dejar igual de precarios los maternos y porque, como hemos visto, maternidad y paternidad no son iguales. Intransferibles: porque el cuidado no puede ser impuesto y se deben tener en cuenta las demandas de las madres y las necesidades de los y las bebés. Además quedarían excluidas las familias que solo tienen un progenitor o progenitora, así como las monomarentales.

Las madres empoderadas no queremos medidas paternalistas que ni siquiera pueden garantizar sus objetivos: la corresponsabilidad y la igualdad en el empleo. Porque la corresponsabilidad se educa, no se impone (y si se ejercen medidas impositivas deben explicar cómo garantizarán su cumplimiento). Y porque no se puede reducir la desigualdad en el empleo y la feminización de la pobreza al hecho de ser madre. En todo caso, para evitar una posible discriminación, la maternidad debería protegerse con derechos, por ejemplo a través de unos permisos por maternidad (o transferibles) más amplios, como se ha hecho en aquellos países europeos con mayores niveles de igualdad. Porque los permisos de maternidad son un derecho, no una carga, y pedir su ampliación es una lucha feminista.

Las maternidades salen a la calle y el público se escandaliza cuando hay niños y niñas en sitios socialmente no aptos, cuando se encuentran senos al aire nutriendo cuerpos de edades avanzadas, cuando ven a madres criando con apego, , con proyectos profesionales y ¡considerándose feministas!, cuando se habla de los derechos de la infancia sin referirse a la infancia de países del sur, sino de nuestres propies hijes. El público se escandaliza y algunas feministas se echan las manos a la cabeza. Ya es hora de hacer visible la verdadera esfera privada, donde no solamente había mujeres, también había infancia, cuidados y muchas herramientas de transformación que los movimientos sociales no han sabido utilizar para construir un discurso y una acción verdaderamente feminista y decrecentista.


http://www.pikaramagazine.com/2018/11/la-crianza-con-apego-como-desafio-al-capitalismo-patriarcal/