31 de julio de 2018

Mujeres afrodescendientes en América Latina y el Caribe: Deudas de igualdad.


I. Las mujeres negras y afrodescendientes, el largo camino para ser reconocidas como sujetos de derecho.

La historia de las mujeres afrodescendientes en América Latina y el Caribe carga las marcas y las consecuencias de la colonización europea, incluso en la actualidad, después de terminadas las administraciones coloniales e instituidos los Estados nacionales en la región. En el siglo XVI, el colonialismo construye e integra a su estructura ideológica y funcional un sistema jerárquico basado en la idea de raza, luego codificada en el color de piel y en los rasgos fenotípicos de los sujetos colonizados, que sirvió para otorgar legitimidad a la dominación impuesta por la conquista (Quijano, 2005). Este esquema mental, que significó una nueva manera de legitimar las ya antiguas ideas y prácticas de relaciones de superioridad/inferioridad entre dominados y dominantes, fue fundamental en el proceso de conquistas territoriales y sometimiento de pueblos enteros para beneficio de las metrópolis europeas (Quijano, 2005).
Según el sociólogo peruano Aníbal Quijano (2005), la idea de raza ha demostrado ser el más eficaz y perdurable instrumento de dominación social universal, habiéndose convertido en el primer criterio fundamental para la distribución de la población mundial en los rangos, lugares y roles en la estructura de poder de la nueva sociedad que se forma a partir del expansionismo europeo sobre los territorios americanos y caribeños.
La introducción en estos territorios de los grupos humanos esclavizados, provenientes de África, trajo consecuencias específicas para las mujeres. Estas llegaron en cantidades menores que los hombres, fueron explotadas sexualmente por sus congéneres y por los conquistadores, lo que las convirtió en objetos sexuales y de reproducción de mano de obra. Con el pasar de los siglos, las opresiones de género, raza y clase que fundamentan la dinámica de las relaciones de poder se sofisticaron y naturalizaron (Stolcke, 1991), dando lugar en América Latina y el Caribe a la imposición de una perspectiva de mundo eurocéntrica y androcéntrica, persistente hasta la fecha, en donde los hombres blancos ocupan una condición privilegiada en la estructura económica, política y social, por sobre las mujeres en general y, en particular, sobre las mujeres negras y afrodescendientes.
Esta perspectiva ubica la especificidad histórico-cultural europea, blanca y masculina como estándar de referencia del humano, clasificado como superior y universal (Monteiro, 1997).
De esta forma, se instituye una universalidad radicalmente excluyente, que clasifica y jerarquiza a todos los pueblos, continentes y experiencias históricas a partir de este modelo. Las otras formas de ser, las otras formas de organización de la sociedad, las otras formas de conocimiento, se transforman no solo en diferentes, sino en carentes, arcaicas, primitivas, tradicionales y premodernas, lo que, en el imaginario social sobre el progreso, enfatiza su inferioridad (Monteiro, 1997). Esta perspectiva cumple la función de mantener la ideología del grupo dominante y puede servir como ideológicamente legitimadora de políticas intergrupales, justificando rechazos o aceptaciones, así como sistemas de explotación tales como la esclavitud (Bento, 1992).

A. La interseccionalidad

Las múltiples formas de discriminación que se interconectan a la discriminación de género y la profundizan provocan hondas marcas en las vidas de las mujeres afrodescendientes en los distintos contextos de América Latina y el Caribe. Por eso, al analizar las condiciones materiales y simbólicas a las que está actualmente sometido este grupo social, es preciso partir desde una perspectiva interseccional, que incluya la multiplicidad de categorías que conforman su identidad y las consecuencias derivadas de la intersección del género con otras identidades construidas históricamente como inferiores, como la identidad “negra” o “afrodescendiente”.
La historiografía feminista generalmente indica los debates del siglo XIX, inmersos en las luchas contra la esclavitud y las campañas sobre el sufragio femenino, como la base de los discursos sobre la interseccionalidad. Sojouner Truth, una mujer negra libre que asistió en diciembre de 1851 a una convención por los derechos de las mujeres en Ohio, al presentar el cuestionamiento “¿Acaso no soy una mujer?”, confronta la concepción burguesa de feminidad (Viveros, 2016) y pone de relieve las interrelaciones entre discriminación racial y de género. Desafiando a los hombres presentes que defendían la idea de fragilidad femenina para impedirles ingresar en la vida pública, Truth argumenta que, dada su posición en la sociedad, trabajaba arduamente y soportaba pesadas cargas, lo que no la hacía menos mujer o menos madre que las mujeres blancas que eran vistas como débiles y con necesidad constante de ayuda y protección (Yuval-Davis, 2013). Con eso, evidencia que la comprensión sobre los sentidos del sujeto “mujeres” estaba construida bajo un universalismo estrecho que no consideraba a las “otras” mujeres, las no blancas, como parte de esta colectividad.
A este respecto, la teórica descolonial María Lugones (2008) afirma que, históricamente, en Occidente, solo las mujeres burguesas blancas han sido contadas como mujeres: las hembras excluidas por y en esa descripción no eran solamente sus subordinadas sino también eran vistas y tratadas como animales, marcadas sexualmente como hembras, pero sin las características de la femineidad. Eso fue posible, según plantea, debido a la existencia de una lógica de separación categorial que distorsiona los seres y fenómenos sociales que existen en la intersección. En la medida en que seleccionan al dominante, en su grupo, como norma, las categorías se vuelven homogéneas; es así que “mujer” sería sinónimo de “mujer burguesa blanca heterosexual” y “negro” significaría “macho heterosexual negro”. En este sentido, la separación categorial llevaría a que la situación de subordinación que enfrentan las mujeres negras pudiera ser ignorada o, cuando mucho, vista como una adición de lo que les pasa a las mujeres (blancas: suprimido) y a los negros (hombres: suprimido) (Lugones, 2008). La interseccionalidad mostraría lo que se pierde cuando categorías como género y raza se conceptualizan separadas unas de otras.
Este concepto, acuñado por la académica afroamericana Kimberlé Crenshaw en 1989 en el marco del debate del caso judicial DeGraffenreid contra General Motors, buscaba evidenciar la invisibilidad jurídica de las múltiples dimensiones de opresión experimentadas por trabajadoras negras de la compañía General Motors en los Estados Unidos (Viveros, 2016; Zota-Bernal, 2015). Si bien
Crenshaw no tenía la intención de crear una teoría general sobre la opresión, sino que un concepto de uso práctico para analizar desigualdades concretas, este terminó convirtiéndose en una herramienta analítica y conceptual ampliamente utilizada en los estudios feministas y sobre mujeres.
La amplia aceptación del concepto lleva a que, al interior del debate feminista, la categoría “mujeres” se vuelva mucho más compleja, tanto como la lectura sobre las desigualdades que les afecta. De esta forma, gana espacio la idea de que, si bien es cierto que todas las mujeres son de alguna manera sujetas a la discriminación de género, también es cierto que otros factores relacionados con las identidades sociales de las mujeres, tales como la clase, la casta, el color, el origen étnico, la religión, el origen nacional, la orientación sexual son “diferencias que marcan la diferencia” en la manera en que los distintos grupos de mujeres experimentan la discriminación (Crenshaw, 2002, pág. 173). Como bien plantea Kimberlé Crenshaw (2002), estos elementos diferenciales pueden crear problemas y vulnerabilidades que son exclusivos de grupos particulares de mujeres, o que afectan de manera desproporcionada a algunas mujeres con respecto a las demás.
Uno de los principales aportes entregados por la conceptualización de la interseccionalidad es la superación de una perspectiva aritmética, que clasifica a ciertos grupos de mujeres como doble o triplemente discriminados. Desde una perspectiva interseccional, se entiende que las propiedades de los agentes sociales no pueden ser comprendidas en términos de ventajas o desventajas, desde una lógica aritmética de la dominación. Así, la posición más “desventajosa” en una sociedad clasista, racista y sexista no es necesariamente la de una mujer negra pobre, si se la compara con la situación de los hombres jóvenes de su mismo grupo social, más expuestos que ellas a ciertas formas de arbitrariedad, como las asociadas a los controles policiales (Viveros, 2016).
Asimismo, hay que considerar que la construcción de un abordaje interseccional a los fenómenos sociales supone pensar diferentes niveles de análisis. En un nivel microsociológico, se considera la articulación de opresiones y sus efectos en las estructuras de desigualdad social observadas en las vidas individuales. A su vez, el nivel macrosociológico interroga la intersección de los sistemas de poder en la producción, organización, y mantenimiento de las desigualdades (Hill Collins, 2000; Viveros, 2016). Ambos son fundamentales para comprender y crear capacidades de intervención no solo sobre las condiciones de vida en que se encuentran determinados grupos sociales, sino que también sobre las estructuras y sistemas de poder que las generan. Para este estudio, se considerará más ampliamente el nivel macrosociológico.
Hablar de interseccionalidad es, por lo tanto, hablar de los complejos, irreductibles, variados y variables efectos que resultan cuando múltiples ejes de diferencia —económica, social, política, cultural, psíquica, subjetiva y experiencial— se intersectan en contextos históricos específicos, generando modalidades de exclusión, jerarquización y desigualdad (Brah, 2013). Conforme plantea Nira Yuval-Davis (2013), el análisis interseccional no debiera estar limitado al análisis de desigualdades o discriminaciones, sino ser considerado un marco teórico que debe abarcar a todos los miembros de la sociedad, ya que es un instrumento adecuado para analizar la estratificación social.
En este sentido, la intersección de los sistemas combinados de opresión penaliza a las mujeres afrodescendientes, las discrimina y subordina al poder racista, clasista y patriarcal. Esta explotación racial, económica y de género es estructural, histórica y fuertemente institucionalizada en toda América Latina y el Caribe. En consecuencia, se manifiesta en sistemas de desigualdades estructurales construidos a lo largo de procesos históricos, que se crean y recrean a través de prácticas rutinarias (Bento, 1992).
La explotación de los grupos considerados “inferiores” por el poder hegemónico, como es el caso de las mujeres afrodescendientes, se advierte en la precarización de sus condiciones objetivas de vida, como las de salud, educación, trabajo y vivienda, entre otras. La intersección de los sistemas combinados de opresión (Crenshaw, 2002) también muestra que la explotación no es solo en el ámbito de la producción o el trabajo remunerado, sino que está referida igualmente a la explotación sexual y a la violencia material y simbólica dirigida al cuerpo de las mujeres, en particular el de las afrodescendientes (Carneiro, 2003), interfiriendo en su autonomía física, económica y en la toma de decisiones.

B. Identidad y autonomía.

La identidad, como proceso histórico y relacional, posee significados simbólicos capaces de movilizar poderosamente a los grupos que define, combinando intereses y pertenencias y operando sobre una gama de identificaciones reconocibles —religiosidad, cultura, tradiciones, comidas, lengua, música, vestuario—, que en conjunto producen lealtades afectivas y personalizadas. Estas lealtades son la base de la lucha por los derechos y del espacio social y político. En la identificación étnica de grupos ausentes de su territorio de origen, estas lealtades se manifiestan en la formación de una “cultura de la diáspora”, como fenómeno político (Cunha, 1985).
La identidad étnico-racial no es, por lo tanto, solo condición de pertenencia, sino un proceso relacional con los cambios históricos y sociales que la construyen. No es fija y esencial, sino que es construida, se forma y modifica en relación a cómo los sistemas culturales que rodean y representan a los sujetos los interpelan (Hall, 1992).
Vinculada a la cultura de la diáspora, la identidad étnico-racial para las mujeres afrodescendientes en América Latina y el Caribe es más que condición de pertenencia: es un proceso relacional que sella la conciencia de ser parte, por un lado, de procesos sociales marcados por estructuras de poder en que subsisten distinciones de género y étnico-raciales que fortalecen las diferencias y hacen que persistan las discriminaciones en su contra y, por otro, de la resistencia histórica a estos en nombre de la libertad y la dignidad del pueblo negro y afrodescendiente.
Aunque heterogéneas, las condiciones de violencia y violación de derechos que marcan histórica y estructuralmente la vida de las mujeres afrodescendientes en los países latinoamericanos y caribeños son, como contenido simbólico y concreto, el punto de partida para evidenciar el carácter
diferenciado de su condición de género, étnico-racial y de clase. A partir de la desigualdad y la exclusión estructural que marcan esta pertenencia, y de la resistencia histórica que estas han engendrado, definen su pauta de lucha por sus derechos y su búsqueda de autonomía económica, física y en la toma de decisiones.
Es necesario tener presente que la realidad de las mujeres afrodescendientes de América Latina está caracterizada por situaciones que la diferencian de las mujeres del Caribe, empezando por el hecho de que la población afrodescendiente en la subregión caribeña es mayoritaria, a diferencia de los países de América Latina, con la excepción del Brasil.
También, en términos culturales, sociales e históricos, las diferencias son relevantes, lo que obliga a adoptar un abordaje diferenciado en el análisis situacional de la población afrodescendiente y, especialmente, de las mujeres afrodescendientes, reconociendo, sinembargo, que la falta de información dificulta en gran medida este cometido.
Asimismo, es interesante notar que la conceptualización de la categoría “afrodescendiente”emerge en el contexto de la Conferencia Regional de las Américas contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y otras formas conexas de Intolerancia, celebrada en Santiago en 20004
Esta Conferencia, como instancia preparatoria para la Cumbre Mundial contra el Racismo de Durban (2001), ha sido clave en el proceso de articulación del movimiento afrodescendiente en la región (Campoalegre Septien, 2017). Según plantea Rosa Campoalegre Septien (2017), la categoría “afrodescendiente” deconstruye el término colonial de negro(a), por un sujeto político en resistencia, sujeto pleno de derechos y no solo victimizado; como una comunidad afrodiaspórica, más allá de fronteras nacionales.
A su vez, pese a que en las últimas décadas se haya dado a conocer que el concepto de “raza”en lo humano carece de base científica, las categorías mentales que lo sostienen siguen teniendo profundas implicaciones en la realidad social (Munanga, 2004). Así, el reconocimiento de “la raza” como construcción social y política también permite considerarla como una categoría móvil en el tiempo y en el espacio, haciendo posible recuperarla desde el valor de la identidad y, como tal, convertirla en una plataforma de combate al racismo (Rivera Lassén, 2010).
La identidad política de las mujeres a las que se refiere este estudio suele expresarse dedistintas maneras, ya sea movilizando la categoría raza y reivindicándose como mujeres negras, o bien abrazando categorías como “afroargentinas”, “afrouruguayas”, afrocaribeñas, entre otras, o simplemente afrodescendientes. Las especificidades de cada contexto también hacen posible la reivindicación de la identidad desde lo cultural, como es el caso de las mujeres raizales y palenqueras en Colombia; o desde lo étnico, como puede ser el caso de las mujeres garífunas en Centroamérica
(Belice, Guatemala, Honduras y Nicaragua). Con esta mirada, se opta por hacer referencia a ambos términos: mujeres negras y afrodescendientes, por entender que son abarcadores de los diferentes procesos de construcción identitaria de estas mujeres en la región.
Vincular el combate al racismo con la búsqueda de autonomía de las mujeres afrodescendientes nos lleva a pensar que, para estas, la autonomía representa la posibilidad de sobrevivencia en un mundo racializado y clasista, donde las oportunidades de crecimiento y desarrollo son escasas y sesgadas y, en algunos casos, prácticamente inexistentes. Considerando los desafíos mayores que enfrentan ciertos grupos de mujeres, y en especial las mujeres afrodescendientes, en lo que se refiere a los temas de redistribución, reconocimiento y representación, se entiende que el logro de la autonomía no es un asunto de mujeres iguales.
Como concepto político, la autonomía de las mujeres se refiere a “la capacidad de laspersonas para tomar decisiones libres e informadas sobre sus vidas, de manera de poder ser y hacer en función de sus propias aspiraciones y deseos en el contexto histórico que las hace posibles” (CEPAL, 2011). Esta es, por ende, un factor fundamental para garantizar el ejercicio de los derechos humanos en un contexto de plena igualdad.
Los tres pilares de la autonomía de las mujeres, económica, física y en la toma de decisiones,deben ser comprendidos en conjunto, de manera interrelacionada, dado que poseen un carácter multidimensional, o sea, la autonomía económica se fortalece al tiempo que las mujeres conquistan más autonomía física o en la toma de decisiones, y viceversa. Así, por ejemplo, al superar los límites del poder de elección sobre su vida sexual y reproductiva, tal como la subordinación en el campo del trabajo, las mujeres están más cerca de una vida libre de violencia y de una actuación más plena en la política (CEPAL, 2012; Lupica, 2015).
En este sentido, alcanzar la autonomía económica, física y en la toma de decisiones de las mujeres afrodescendientes es un gran avance para el colectivo de mujeres de la región, ya que significará romper uno de los principales ejes que componen la matriz de la desigualdad en América Latina y del Caribe.

https://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/43746/4/S1800190_es.pdf