10 de julio de 2014

La devaluación del trabajo femenino .





La criminalización del control de las mujeres sobre la procreación es un fenómeno cuya importancia no puede dejar de enfatizarse, tanto desde el punto de vista de sus efectos sobre las mujeres como de sus consecuencias en la organización capitalista del trabajo. Está suficientemente documentado que durante la Edad Media las mujeres habían contado con muchos métodos anticonceptivos, que fundamentalmente consistían en hierbas convertidas en pociones y “pesarios” (supositorios) que se usaban para precipitar el período de la mujer, provocar un aborto o crear una condición de esterilidad. En Eve’s Herbs: A History of Contraception in the West (1997), el historiador estadounidense John Riddle nos brinda un extenso catálogo de las sustancias más usadas y los efectos que se esperaban de ellas o lo que era más posible que ocurriera.67 La criminalización de la anticoncepción expropió a las mujeres de este saber que se había transmitido de generación en generación, proporcionándoles cierta autonomía respecto al parto. Aparentemente, en algunos casos, este saber no se perdía sino que sólo pasaba a la clandestinidad; sin embargo, cuando el control de la natalidad apareció nuevamente en la escena social, los métodos anticonceptivos ya no eran los que las mujeres podían usar, sino que fueron creados específicamente para el uso masculino. Cuáles fueron las consecuencias demográficas que se sucedieron a partir de este cambio es una pregunta que no voy a intentar responder por el momento, aunque recomiendo el trabajo de Riddle (1997) para una discusión sobre este asunto. Aquí sólo quiero poner el acento en que al negarle a las mujeres el control sobre sus cuerpos, el estado las privó de la condición fundamental de su integridad física y psicológica, degradando la maternidad a la condición de trabajo forzado, además de confinar a las mujeres al trabajo reproductivo de una manera desconocida en sociedades anteriores. Sin embargo, al forzar a las mujeres a procrear en contra de su voluntad o (como decía una canción feminista de los setenta) al forzarlas a “producir niños para el estado”,68  sólo se definían parcialmente las funciones de las mujeres en la nueva división sexual del trabajo. Un aspecto complementario fue la reducción de las mujeres a no-trabajadores, un proceso –muy estudiado por las historiadoras feministas– que hacia finales del siglo XVII estaba prácticamente completado.
Para esa época, las mujeres habían perdido terreno incluso en las ocupaciones que habían sido prerrogativas suya, como la destilación de cerveza y la partería, en las que su empleo estaba sujeto a nuevas restricciones. Las proletarias encontraron particularmente difícil obtener cualquier empleo que no fuese de la condición más baja: como sirvientas domésticas (la ocupación de un tercio de la mano de obra femenina), peones rurales, hilanderas, tejedoras, bordadoras, vendedoras ambulantes o amas de crianza. Como nos cuenta, entre otros, Merry Wiesner, ganaba terreno (en el derecho, los registros de impuestos, las ordenanzas de los gremios) el supuesto de que las mujeres no debían trabajar fuera del hogar y que sólo tenían que participar en la “producción” para ayudar a sus maridos. Incluso se decía que cualquier trabajo hecho por mujeres en su casa era “no-trabajo” y carecía de valor aun si lo hacía para el mercado (Wiesner, 1993: 83 y sg.). Así, si una mujer cosía algunas ropas se trataba de “trabajo doméstico” o “tareas de ama de casa”, incluso si las ropas no eran para la familia, mientras que cuando un hombre hacía el mismo trabajo se consideraba “productivo”. La devaluación del trabajo femenino –que las mujeres realizaban para no depender de la asistencia pública– fue tal que los gobiernos de las ciudades ordenaron a los gremios que no prestaran atención a la producción que las mujeres (especialmente las viudas) hacían en sus casas, ya que no era trabajo real. Wiesner agrega que las mujeres aceptaban esta ficción e incluso pedían disculpas por pedir trabajo, suplicando debido a la necesidad de mantenerse (ibídem: 84-5). Pronto todo el trabajo femenino que se hacía en la casa fue definido como “tarea doméstica”; e incluso cuando se hacía fuera del hogar se pagaba menos que al trabajo masculino, nunca en cantidad suficiente como para que las mujeres pudieran vivir de él. El matrimonio era visto como la verdadera carrera para una mujer; hasta tal punto se daba por sentado la incapacidad de las mujeres para mantenerse que, cuando una mujer soltera llegaba a un pueblo, se la expulsaba incluso si ganaba un salario.
Combinada con la desposesión de la tierra, esta pérdida de poder con respecto al trabajo asalariado condujo a la masificación de la prostitución. Como informa Le Roy Ladurie (1974: 112-13), el crecimiento de prostitutas en Francia y Cataluña era visible por todas partes:
Desde Aviñón a Barcelona pasando por Narbona las “mujeres libertinas” (femmes de debauche) se apostaban en las puertas de las ciudades, en las calles de las zonas rojas [...] y en los puentes [...] de tal modo que en 1594 el “tráfico vergonzoso” florecía como nunca antes.
La situación era similar en Inglaterra y España, donde todos los días, llegaban a las ciudades mujeres pobres del campo, incluso las esposas de los artesanos completaban el ingreso familiar realizando este trabajo. En Madrid, en 1631, un bando promulgado por las autoridades políticas denunciaba el problema, quejándose de que muchas mujeres vagabundas estaban ahora deambulando por las calles, callejones y tabernas de la ciudad, tentando a los hombres a pecar con ellas (Vigil, 1986: 114-15). Pero tan pronto como la prostitución se convirtió en la principal forma de subsistencia para una gran parte de la población femenina, la actitud institucional con respecto a ella cambió. Mientras en la Edad Media había sido aceptada oficialmente como un mal necesario, y las prostitutas se habían beneficiado de altos salarios, en el siglo XVI la situación se invirtió. En un clima de intensa misoginia, caracterizado por el avance de la Reforma Protestante y la caza de brujas, la prostitución fue primero sujeta a nuevas restricciones y luego criminalizada. En todas partes, entre 1530 y 1560, los burdeles de pueblo eran cerrados y las prostitutas, especialmente las que hacían la calle, fueron castigadas severamente: prohibición, flagelación y otras formas crueles de escarmiento. Entre ellas la “silla del chapuzón” (ducking stool) o acabussade –“una pieza de teatro macabro”, como la describe Nickie Roberts– donde las víctimas eran atadas, a veces metidas en una jaula y luego eran sumergidas varias veces en ríos o lagunas, hasta que estaban a punto de ahogarse (Roberts, 1992: 115-16). Mientras tanto, en Francia durante el siglo XVI, la violación de una prostituta dejó de ser un crimen.69 En Madrid, también se decidió que a las vagabundas y prostitutas no se les debía permitir permanecer y dormir en las calles, así tampoco bajo los pórticos de la ciudad y, en caso de ser pescadas infraganti debían recibir cien latigazos y luego ser expulsadas de la ciudad durante seis años, además de afeitarles la cabeza y las cejas.
¿Qué puede explicar este ataque tan drástico contra las trabajadoras? ¿Y de qué manera la exclusión de las mujeres de la esfera del trabajo socialmente reconocido y de las relaciones monetarias se relaciona con la imposición de la maternidad forzosa y la simultánea masificación de la caza de brujas?
Cuando se consideran estos fenómenos desde la perspectiva del presente, después de cuatro siglos de disciplinamiento capitalista de las mujeres, las respuestas parecen imponerse por sí mismas. A pesar de que el trabajo asalariado de las mujeres –los trabajos domésticos y sexuales pagados– se estudian aún con demasiada frecuencia aislados unos de otros, ahora estamos en mejor posición para ver que la discriminación que han sufrido las mujeres como mano de obra asalariada ha estado directamente vinculada a su función como trabajadoras no-asalariadas en el hogar. De esta manera, podemos conectar la prohibición de la prostitución y la expulsión de las mujeres del lugar de trabajo organizado con la aparición del ama de casa y la redefinición de la familia como lugar para la producción de fuerza de trabajo. Desde un punto de vista teórico y político, sin embargo, la cuestión fundamental está en las condiciones que hicieron posible semejante degradación y las fuerzas sociales que la promovieron o fueron cómplices.
Un factor importante en la respuesta a la devaluación del trabajo femenino está aquí en la campaña que los artesanos llevaron a cabo, a partir de finales del siglo XV, con el propósito de excluir a las trabajadoras de sus talleres, supuestamente para protegerse de los ataques de los comerciantes capitalistas que empleaban mujeres a precios menores. Los esfuerzos de los artesanos han dejado gran cantidad de pruebas.70 Tanto en Italia, como en Francia y Alemania, los oficiales artesanos solicitaron a las autoridades que no permitieran que las mujeres competieran con ellos, prohibiendo su presencia entre ellos; y cuando la prohibición no fue tenida en cuenta fueron a la huelga e incluso se negaron a trabajar con hombres que trabajaran con mujeres. Aparentemente los artesanos estaban interesados también en limitar a las mujeres al trabajo doméstico ya que, dadas sus dificultades económicas, “la prudente administración de la casa por parte de una mujer” se estaba convirtiendo en una condición indispensable para evitar la bancarrota y mantener un taller independiente. Sigfrid Brauner (el autor de la cita precedente) habla de la importancia que los artesanos alemanes otorgaban a esta norma social (Brauner, 1995: 96-7). Las mujeres trataron de resistir frente a esta arremetida, pero fracasaron debido a las prácticas intimidatorias que los trabajadores usaron contra ellas. Quienes tuvieron el coraje de trabajar fuera del hogar, en un espacio público y para el mercado, fueron representadas como arpías sexualmente agresivas o incluso como “putas” y “brujas” (Howell, 1986: 182-83).71 Efectivamente, hay pruebas de que la ola de misoginia que, a finales del siglo XV creció en las ciudades europeas, –reflejada en la obsesión de los hombres por la “batalla por los pantalones” y por el carácter de la mujer desobediente, comúnmente retratada golpeando a su marido o montándolo como a un caballo– emanaba también de este intento (contraproducente) de sacar a las mujeres de los lugares de trabajo y del mercado.
Por otra parte, es evidente que este intento no hubiera triunfado si las autoridades no hubiesen cooperado. Obviamente se dieron cuenta de que era lo más favorable a sus intereses. Además de pacificar a los oficiales artesanos rebeldes, la exclusión de las mujeres de los gremios sentó las bases necesarias para recluirlas en el trabajo reproductivo y utilizarlas como trabajo mal pagado en la industria artesanal (cottage industry). 
Fue a partir de esta alianza entre los artesanos y las autoridades de las ciudades, junto con la continua privatización de la tierra, como se forjó una nueva división sexual del trabajo o, mejor dicho, un nuevo "contrato sexual", siguiendo a Carol Pateman (1988), que definía a las mujeres madres, esposas, hijas, viudas en términos que ocultaban su condición de trabajadoras, mientras que daba a los hombres libre acceso a los cuerpos de las mujeres, a su trabajo y a los cuerpos y el trabajo de sus hijos.
 
 
Calibán y la bruja, de Silvia Federici
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