4 de septiembre de 2012

Los espigadores y la espigadora.



Una historia que comienza en el diccionario, con la palabra espigador y el cuadro de Millet que la acompaña. No se nos explica en ese momento el por qué de la elección. Tal vez fuera un juego de la autora, la obligación de encontrar una historia detrás de cualquier palabra que surgiera al azar. La que ella propone es espigador y es esa palabra la que se convierte en el punto de partida.

Agnès se lanza a la carretera y comienza a seguir el rastro de esa palabra, llevada por pequeños golpes de intuición que nos la muestran, en primer lugar, en el vertedero en el que las empresas abandonan aquellas patatas que no son aceptadas por el consumidor. Ahí se encuentra ella con los primeros espigadores, aquellas personas que recogen lo que queda después de haberse cosechado un cultivo. Toneladas de patatas aptas para el consumo que han sido descartadas por su forma, su tamaño o su color. Poco le cuesta a Agnès seguir el hilo de los espigadores y comenzar a seguirlos por toda Francia : desde los que se hacen con ostras a los que buscan tomates. Cuando el espigador adquiere lo que busca sin agacharse, tirando, entonces se convierte en racimador, generalmente con la fruta o con la uva.

La evidencia de las imágenes podrían convertir el discurso de Agnès en un lamento más o menos obvio de lo que la sociedad tira y de haberse quedado ahí quizás no habría salido del manifiesto ecologista. La primera prueba, la de las patatas, es lo bastante elocuente como para necesitar más evidencias, pero el interés de Agnès va más allá.

Poco a poco, va convirtiendo el ejercicio del espigueo en una metáfora de lo que ella ha hecho y sigue haciendo en su vida. Se ha dicho que uno de los elementos de esta película es ella misma como personaje y el gran acierto de esta historia está en la forma en que ella va introduciéndose en lo que cuenta hasta convertirse en la protagonista de lo que pasa.

No debemos pasar por alto que el narrador siempre está presente y que si, como es el caso, se hace visible desde el principio con sus canas, su disfraz de espigadora y su presente voz en off es porque tiene algo que decir sobre sí mismo. La clave se la guarda hasta la última parte de la película, cuando dice que también hay espigadoras de lo inmaterial, de lo artístico. Es entonces cuando queda claro lo que ella quería : mostrarse a sí misma como una de esas espigadoras que tratan de encontrar algo útil con lo que la vida le ofrece.

Es cierto que lo que ella cuenta tiene su importancia en el terreno de lo económico, pero esta película no sería lo que es si se hubiera quedado en eso. Lo que hace Agnès es mostrarnos lo más cerca posible cómo hay que tratar la realidad para sacar de ella cosas aprovechables. Todo, entonces, deja el terreno de lo económico para adquirir, además, un nivel metafórico. Las ostras que no se aprovechan o los tomates abandonados se convierten en símbolos de todo aquello que nos rodea y que no parece tener ningún interés para nosotros a la hora de convertirlo en una historia ajena o en algo más o menos propio.

Estamos educados para ver lo que vamos a ver y, en cierto modo, somos como esas maquinas que no recogen bien la cosecha. Agnès se lanza a la carretera y lo que muestra es que el ejercicio de convertirse en espigador de la propia vida es algo ya interesante : al convertir esas manchas de humedad de su casa en cuadros o al quedarse con ese reloj sin manecillas para que le ayude a frenar el avance del tiempo que nota en sus manos.