3 de julio de 2015

RECUERDOS QUE EMERGEN DESDE LAS CENIZAS.



De la crisis a la dictadura

En Uruguay, la década de 1960 marcó el inicio de una acelerada crisis
económica social y política. Las propuestas de reformas estructurales en la
producción se enfrentaron a la negativa del gobierno – vinculado a estrategias
internacionales (las politicas financieras del FMI) – que por el contrario,
implantaron políticas de “ajuste”. Los trabajadores se enfrentaron a esos intentos y
la respuesta fue la implantación de medidas prontas de seguridad, recurso
constitucional de excepción que sin embargo se aplicó casi initerrumpidamente
durante el gobierno de Jorge Pacheco Areco (1968-1971). En este marco de
suspensión de las garantías constitucionales, se produjo la militarización de
importantes sectores de trabajadores públicos y privados (los más recordados, los
trabajadores de Ute y Bancarios) que fueron llevados a cuarteles, despedidos o
suspendidos de su trabajo. Los diferentes enfrentamientos que se produjeron entre
un gobierno cada vez más violento y arbitrario y amplios sectores del movimiento
popular – sumado al accionar de la guerrilla urbana – llevaron, primero a la
militarización de la sociedad y finalmente a la ruptura institucional más grave y
dolorosa del siglo que se produjo en 1973.
Dos procesos marcan significativamente a la dictadura en el Uruguay. La
implantación del terrorismo de Estado y el mayor deterioro de las condiciones de
vida y de salarios de la población. Estas dos situaciones afectaron profundamente a
las mujeres y suscitaron respuestas políticas de resistencia propiciando el
nacimieno de un importante movimiento social – vertebrado por el feminismo –
que se puso en evidencia en la transición a la democracia a través de masivas
manifestaciones públicas y la lucha sostenida por el logro de la visibilización del
papel protagónico asumido por las mujeres en la recuperación de la democracia.
Este es el relato de una de esas sobrevivientes de un periodo oscuro de la historia uruguaya.

“Miré para los costados y sonreí. Caramba, estoy cruzando el cuartel sola”, relató María del Carmen Maruri cuando salió del Batallón, ese día de junio. Atravesó libremente el lugar con la imagen del pasado, de aquellos soldados con bayoneta calada que vigilaban la plaza de armas. Esta vez le dijo al guardia con un tono imperativo: “Me da mi cédula y me abre que quiero salir”, y esa orden marcó la diferencia con el pasado. En ese pequeño instante María, ex presa política, tuvo esa sensación tan inmensa y deseada por todo ser humano: la libertad, que en su caso permaneció cautiva durante seis años.
El juez penal Pedro Salazar le preguntó en la entrada del cuartel : “¿Usted reconoce esto?”, y todos los recuerdos que se encontraban reprimidos durante esos cuarenta años, comenzaron a resurgir. El sonido de la barrera cuando pasaban los vehículos, las voces de los oficiales, que registró esos siete meses que estuvo encerrada. El 12 de junio, pero cuarenta y tres años más tarde, se realizó la visita ocular a este centro de detención clandestino, donde siete víctimas de torturas fueron a reconocer el lugar y a dar su testimonio ante el Juez.
Carmen revivió aquel 25 de agosto de 1972 las puertas del cuartel se abrieron para el vehículo que la transportaba: “Bajé vendada con mi barriga de cuatro meses y medio, pesaba 50 kilos, tenía 23 años”.
“Abran paso que llegó miss universo”. Con esa frase la recibieron las temibles carcajadas de aquellos señores de verde. Minutos más tarde subió tres escalones y la pararon frente a una pared de plantón; perdió la noción del tiempo, sus piernas se aflojaban y se endurecía cada vez que recibía golpes para que no se moviera. Percibió que detrás de ella había una estufa a leña, por el crujir del fuego y el calor que la abrigaba del frío aterrador. Al recordar esa noche fría, en un instante le dijo al juez que en ese lugar había una estufa; él lo comprobó por las marcas de hollín del pulmón que habían quedado.
Contó que luego del plantón la llevaron a un cuarto, recordó que se dirigió en línea recta y dobló a la izquierda, pero la venda en sus ojos no le dejó reconstruir el camino. Allí fue donde le dieron la paliza con una paleta de frontón, “¡Desnúdate!”, ordenó el oficial, ella contestó: “El vestido no me lo saco”. Eran tres militares, uno de ellos le arrancó el vestido, otro tomó un alfiler de gancho que cumplía la función de botón porque el ojal de su vestido estaba roto. En ese momento sintió un centenar de pinchazos en sus nalgas. El tercero estaba sentado en el escritorio y le pegaba patadas.
Cuando reconoció el lugar, sus recuerdos fueron interrumpidos por una persona que se colocó de manera brusca frente a ella: “Soy la doctora Gianella Frachelle, ¿le puedo hacer una pregunta?”. El juez la autorizó y ella prosiguió: “¿Si usted estaba vendada, ¿cómo sabe que éste era el lugar?” Carmen recuerda que pensó en silencio: “No puedo creer que a cuarenta años yo tenga que estar respondiéndole a la hija del torturador, que lo está defendiendo”. La pregunta le provocó mucha furia, tanto que tuvo ganas de decirle que fue su padre el que le dio la paliza, y que en todo caso le preguntara a él.
Después de imaginar todas las posibles respuestas, finalmente respondió que vivió siete meses allí, y que cuando tuvo a su hijo no llevaba la venda en sus ojos, y el recreo era en la plaza de armas, por lo tanto el lugar físico lo conocía perfectamente.
Maruri anota: “Ese día estaban presentes el juez Salazar, la fiscal, siete compañeros, Pablo Chargonia, mi abogado defensor, tres miembros de la Comisión de Memoria y Justicia y dos abogadas defensoras de los militares denunciados, el general. Mario Aguerrondo, y Mario Franchelle, capitán y miembro del S2, Servicio de Inteligencia del Ejército, el que me torturó”.
Después de la incómoda “pregunta” de la abogada, la comitiva siguió el recorrido hacia el casino de los oficiales y las oficinas. En la planta de arriba se encontraba el cuarto de tortura. Algunos lugares, como por ejemplo la enfermería, María no logró reconocerlos, porque según ella le habían hecho modificaciones.
“Allí vivimos muchas cosas, volver a ver esa habitación fue increíble”, dijo refiriéndose al cuarto de las mujeres que reconoció en el recorrido. Allí las prisioneras habían buscado la forma de escapar de la realidad, hacían utilería con huesos de puchero y hasta representaron “Romeo y Julieta”; “hice de Julieta embarazada”, contó entre risas.
“Estar ahí embarazada era una doble tortura”, expresó Maruri cuando intentaba reconocer la enfermería. En una parte del interrogatorio le mostraron una batería de auto con la que le iban a dar picana; pero ella gritó, gritó tanto que llamaron a los enfermeros; el miedo provocó que su corazón se acelerara muy rápidamente, hasta llegar a las 130 pulsaciones.
Luego, vendada, la llevaron a una habitación con dos camas y dos cunas, donde estuvo quince días. Por las noches no podía dormir, porque los oficiales cantaban una canción. En el Batallón 13 todas las presas tenían una: “Que la dejen ir al baile sola, solita y sola”, era lo que le cantaban a Maruri cuando la venían a buscar.
En esa habitación había una ventana que daba a la plaza de armas. Era un día soleado y las otras compañeras comentaban, afuera, que había una madre con una beba; ella no la podía ver porque la panza no le permitía estirarse. Ese día la ubicaron en una habitación con esa madre, era su compañera del IPA Marissa Malcuore, “cuando la vi no lo podía creer”.
Lo primero que sintió en el recorrido encabezado por el juez fue la sensación de indefensa soledad de estar a merced de los militares. Ese sentimiento que se encontraba dormido, despertó cuando la abogada Franchelle la interrogó. “Fue la misma soberbia de su padre, era la repetición del hecho pero en un momento histórico diferente”, añadió Maruri.
La plaza de armas también le acercó una imagen de aquellos tiempos: en la hora del recreo padres, madres, abuelas, se ubicaban a doscientos metros, del lado de la Gruta de Lourdes, para mirar, compartir una sonrisa con su ser querido, bajo el sol. Ese día, para identificar a su familiar, Maruri hizo la mímica de que se ataba los zapatos, su ser querido también tenía los cordones desatados; esa coincidencia compartida hizo posible que se reconocieran a la distancia. La libertad en esa plaza era casi nula, hasta el día aquel que una bandada de palomas mensajeras sobrevolaron el predio, “Fue muy fuerte y significativo” acotó. Esas palomas fueron soltadas por el padre de Laura Raggio, una de las “muchachas de abril”.
Fue detenida en el Cine Central, junto a su marido, durante la función de la película “El gato de las nueve colas”, “un bodrio” según calificó María del Carmen. Gracias a un vecino que estaba en el cine, su familia se enteró. Ella y su marido se encontraban en clandestinidad, era estudiante de geografía del IPA, militaba en el gremio y después se conectó con el Movimiento de Liberación Nacional, pero provenía de un grupo periférico: “No participé de ningún hecho armado”, aclaró.
El último día en el cuartel fue “bizarro”, porque el jefe les dijo a Marissa y a ella que las mandaba temprano, así agarraban los mejores lugares en el IMES, “como si fuéramos a un hotel”, exclamó Carmen. La última imagen que le evocó el lugar cuando abandonó el batallón fueron las lágrimas que caían del rostro de un soldado raso,. Una imagen contradictoria, ya que, a veces, detrás de la apariencia insensible de los soldados yacían emociones que durante todo ese largo tiempo permanecieron ocultas. La represión era para todos, sin excepción.

Magalí Arismendi
http://sdr.liccom.edu.uy/2015/07/02/recuerdos-que-emergen-desde-las-cenizas/
http://www.unive.it/media/allegato/dep/n_1speciale/05_Sapriza.pdf

Graciela Sapriza