5 de noviembre de 2015

Mujeres y Leyes, los espacios de las limitaciones.


Mujer y poder es una relación conflictiva que ha pasado por múltiples variantes a lo largo de la historia. En las sociedades occidentales ese ejercicio del poder está reglamentado en base al contrato social, el acuerdo básico entre los individuos para negociar las reglas de la convivencia tomando en cuenta los intereses y necesidades de la comunidad
Mujer y poder es una relación conflictiva que ha pasado por múltiples variantes a lo largo de la historia. En las sociedades occidentales ese ejercicio del poder está reglamentado en base al contrato social, el acuerdo básico entre los individuos para negociar las reglas de la convivencia tomando en cuenta los intereses y necesidades de la comunidad. La soberanía, el derecho de gobernar reside en la comunidad, en sus representantes. El espacio de poder de los individuos es idéntico para cada uno de ellos, el conjunto de obligaciones y prerrogativas constituyen los derechos universales del hombre y del ciudadano.
Sin embargo el feminismo moderno ha hecho una severa crítica a este planteamiento al señalar que los derechos universales del ciudadano reconocen dos limitaciones básicas, por un lado la limitación de los derechos de propiedad (sólo los propietarios votan) y la limitación del género (las mujeres no votan). Las mujeres propietarias, a pesar de serlo, no tienen acceso al voto.
Esta limitación a la capacidad ciudadana de la mujer se basa en la diferencia de género. Por el hecho de ser mujer, las mujeres carecen de ciudadanía completa, que va más allá del ejercicio del voto, y se inscribe en el corazón mismo de la organización social. Las mujeres, por serlo, son menos personas, menos ciudadanas. Si se limitase al ejercicio al voto sería fácilmente corregible con su obtención: esa fue la demanda central del feminismo liberal. Sin embargo el voto femenino NO garantiza la solución de los desequilibrios en los derechos y en el ejercicio del poder por las mujeres.
En América Latina el derecho al sufragio data apenas de mediados del siglo XX, en México desde 1953. La prevalente desigualdad de derechos y obligaciones de hombres y mujeres se constata en el proceso de producción de la diferencia de género, constitutiva de las relaciones sociales que se establecen, se construyen y se reproducen en la legislación.
La ley, el espacio de poder que la ley reglamenta, implementa las desigualdades entre los individuos en razón de su sexo y en razón de su ubicación en la estructura social básica: la familia. Esta es una formación social jerarquizada, con espacios de poder de tamaños diferentes para cada uno de sus individuos. La diferencia básica es el sexo. La legislación tradicional sólo reconoce un sistema binario de clasificación de los individuos, basado en el sistema clásico hombre/mujer. No toma en cuenta el género, únicamente el sexo biológico en el momento del nacimiento, y supone su prevalencia constante hasta la muerte. En ese sistema, las diferencias hombre/mujer se cristalizan en razón del sexo por encima de la edad. Las mujeres tienen una situación inferior y desventajosa, por el sólo hecho de serlo. A esta diferenciación original debe añadirse la edad, y el sitio especifico que la mujer tenga en la unidad familiar. Siendo todas mujeres, esposas, hermanas, hijas no tienen los mismos derechos.

El matrimonio ha sido el primer espacio de desigualdad entre hombres y mujeres

En el sistema legal mexicano, el Código Civil, en 1870, se basó en la legislación española colonial e introdujo “las reformas que demanda el espíritu de la época” [1]. Estas reformas fueron, en primer lugar, la limitación de los derechos de propiedad de las mujeres. La mujer, al casarse, tenía que someterse a la voluntad del marido para administrar sus bienes o vender sus propiedades, aunque esas hubiesen existido, por herencia o adquisición, desde antes del matrimonio mismo. Una mujer que quisiese vender la propiedad que hubiese heredado tenía que contar con la anuencia de su marido para hacerlo. El matrimonio ha sido, pues, el primer espacio de desigualdad entre hombres y mujeres. El matrimonio, cuya la legitimidad reclamó para sí la legislación liberal mexicana con la Ley del Matrimonio Civil de 27 de julio de 1857, no sólo no modificó la desigualdad básica de derechos y deberes entre individuos de sexo femenino y de sexo masculino, sino que la acentuó. El derecho a reglamentar la relación matrimonial era ahora del Estado, ya no de la iglesia pero, a pesar de la laicidad y modernidad que esto significa, el sometimiento femenino persistió, más aún, se amplió, pues la mujer quedaba privada de sus derechos de control de propiedad, quedaba reducida a la dependencia, como si de un menor de edad se tratase.
No fue sólo en los derechos matrimoniales [2] donde se vieron afectados los derechos femeninos. En la legislación colonial existían múltiples formas de reconocimiento de la reproducción, como hijas e hijos legítimos, ilegítimos, adulterinos, bastardos, nefarios, incestuosos, sacrílegos, mánceres, espurios, expósitos; se contemplaba una amplia variedad de derechos sucesorios y matices en derechos y obligaciones civiles, de empleo, de ordenación sacerdotal. Con la legislación liberal, al establecerse el registro civil, el Estado liberal se arrogó la capacidad de reconocer la legitimidad del individuo en únicamente dos variables: hijas e hijos legítimos e hijas e hijos ilegítimos, cuyos derechos de herencia eran mucho menores. Sólo la reproducción dentro del matrimonio daba legitimidad al hijo o hija. Así, las mujeres vieron disminuidos sus derechos, pues la legitimación de las y los hijos ilegítimos era prerrogativa paterna, y el derecho de adopción era exclusivo del padre, no de las mujeres.
A pesar del auge del culto mariano y maternalista, las madres también vieron limitados sus derechos por el poder estatal liberal. A diferencia de la legislación colonial, el Estado liberal instituyó la prohibición para las mujeres de llevar a juicio al presunto padre de sus hijos e hijas. La moral porfiriana prevaleciente favoreció un incremento rampante de la prostitución, la existencia de múltiples concubinas, queridas consentidas, casas chicas, sobrinos sospechosos, etc. y, pese a ello, quedó prohibida la investigación sobre la paternidad. El probar la paternidad era sumamente difícil, pero el viejo recurso del respeto a la palabra de la mujer se abolió. Similar falta de credibilidad a la palabra femenina prevaleció en lo que se refiere al adulterio. Para probar el adulterio femenino bastaba con la acusación del marido; para probar el adulterio masculino era necesario aportar pruebas como el haber encontrado a la pareja en el domicilio conyugal.
La Revolución Mexicana no modificó las cosas. La legislación revolucionaria conservó la prohibición para investigar la paternidad y dio lugar a múltiples burlas entre los constituyentes del Congreso de 1917. La reestructuración de las relaciones entre el poder estatal y los individuos conservó la prohibición de investigar la paternidad. En cambio, se aceptó por primera vez el rompimiento del vínculo matrimonial y se permitió a los y las divorciadas volver a contraer nupcias, lo cual era un avance frente a la legislación liberal que aceptaba la separación, pero no el contraer nuevo matrimonio. La discusión sobre la conveniencia o no de establecer el divorcio se inició en la convención revolucionaria de Aguascalientes, el 29 de abril de 1915. Los villistas estuvieron en contra del divorcio, en cambio los zapatistas, liderados por Antonio Soto y Gama, y con clara influencia del anarquismo magonista, favorecían el divorcio y presentaron a la Convención, en diciembre de 1915, un Proyecto de ley sobre el matrimonio [3].
Las mujeres reunidas en el primer congreso Feminista en Mérida, Yucatán, dudaron sobre la conveniencia del divorcio, pues pocas mujeres podían subsistir independientes y anticipaban un amplio rechazo social para las divorciadas. Se argumentó que con el divorcio se desmoronaría la célula social básica, la familia, y se desestructuraría la sociedad misma. El asunto culminó con la Ley de Relaciones Familiares, promulgada el 12 de abril de 1917. Fue la primera vez que se permitió la disolución del matrimonio civil y el contraer nuevas nupcias.
El carácter desigual de los derechos femeninos y masculinos en la sociedad quedó sancionado en la legislación civil, de la cual el matrimonio es apenas una parte. Su modificación reciente podría significar un avance en los derechos individuales independientemente del sexo biológico de la ciudadanía.


Carmen Ramos Escandón 
http://laciudaddelasdiosas.blogspot.com/2015/11/mujeres-y-leyes-los-espacios-de-las.html