9 de marzo de 2017

Mujer y mundo laboral.


 A partir de la segunda mitad del siglo XIX se reforzó el ideal femenino de la mujer como reina del hogar, identificada con la virgen María, reina de los cielos y madre de Cristo. Esta «angelización» de la mujer le permitió ocupar el trono del hogar a cambio de practicar virtudes como la castidad, la abnegación y la sumisión. La maternidad era reivindicada como la función femenina por excelencia, pero dejando absolutamente claro que el acto reproductivo nada tenia que ver con el disfrute de la sexualidad. Este ideal femenino continuó, en lo fundamental, vigente durante la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, las necesidades de una sociedad burguesa en camino hacia la modernización, requerían que la mujer asumiera tareas prácticas y eficaces. La Iglesia le asignó la misión de disciplinar al esposo y educar a los hijos en valores católicos, pero al tiempo funcionales en el nuevo modelo capitalista. Virtudes como el trabajo, la honradez, la responsabilidad, el ahorro y la limpieza debían ser transmitidas por las mujeres en su hogar. así mismo, los discursos médicos e higiénicos, que se difundían en numerosos manuales de higiene, pedagogía doméstica, puericultura y urbanidad que circulaban en las primeras décadas del siglo XX, le asignan a la mujer el rol de enfermera del hogar, responsable de la salud y productividad de todos sus miembros. En esos manuales se le adiestraba en el cuidado de los niños, la higiene del hogar, preparación de los alimentos y en la importancia de imponer hábitos de higiene y urbanidad sobre la prole. En síntesis, la economía del hogar, las tareas domésticas, la educación y disciplinamiento de los hijos, la integridad moral de todos los miembros de la familia, los cuidados de salud e higiene fueron todas tareas femeninas elevadas a la categoría de oficio bajo el título de «ama de hogar».

  Las mujeres de las élites urbanas no sólo debían cumplir estas tareas en sus propios hogares, sino que debían convertirse en una especie de misioneras sociales que se encargaran de moralizar a las mujeres y a los niños de los sectores pobres. Su acción debía dirigirse, principalmente, a las obreras que surgen como grupo social en las ciudades donde se inició la industrialización. Son estas señoras y señoritas quienes, en compañía de sacerdotes y comunidades religiosas, en particular los Jesuítas y las Hermanas de la Caridad o de la Presentación, se dedican a organizar en distintas ciudades patronatos para obreras, asociaciones católicas femeninas tales como las Hijas de María y las Madres Católicas, u obras de beneficencia como casas para jóvenes desamparadas, sala-cunas, hospicios, clínicas infantiles, talleres de trabajo y escuelas dominicales donde se preparaban los niños pobres para la primera comunión. Estas actividades permitieron a las mujeres de los sectores pudientes trascender el espacio doméstico y tener papel destacado en sus respectivas localidades.
 A medida que avanzaba el siglo y los procesos de modernización, la mujer ocupó, cada vez con mayor insistencia, nuevos espacios. Su presencia se hizo habitual en el teatro, las salas de cine, los salones de té y aun en los clubes sociales, en los cuales, a principios del siglo, sólo se permitía la presencia masculina. Durante los años 20, y como consecuencia del impacto de la primera Guerra Mundial en los roles femeninos, sectores de mujeres de la sociedad local que tenían oportunidad de viajar al exterior o de leer y estar en contacto con publicaciones europeas adoptaron actitudes y comportamientos que se distanciaban del ideal femenino convencional. La moda se hizo mucho más sofisticada, se suprimió el uso del corset, permitiendo mayor libertad de movimiento en el cuerpo femenino, el largo de la falda se recortó de forma notable exponiendo a la vista las piernas, el cabello se llevó corto y se impuso el maquillaje. La coquetería reemplazó las actitudes de modestia y pudor, y entre los sectores femeninos de la élite se fue extendiendo la práctica de deportes como el patinaje, el básketbol y la natación. Numerosas publicaciones católicas que existían en las ciudades y que iban dirigidas ante todo a las amas del hogar, en particular La Familia Católica de Medellín, expresaron airadas protestas contra estas nuevas actitudes femeninas. Los puntos centrales de ataque fueron las «malas lecturas», el cine, la moda escandalosa, la práctica de deportes y los bailes. Todas estas actividades, según la Iglesia, alejaban a la mujer del hogar y de la misión que se le había asignado. Indudablemente la influencia del American way of life que se reflejaba en el cine, las revistas y la publicidad, tuvo un fuerte impacto en la vida femenina cuando las ideas de confort, libertad y gusto por lo moderno se fueron imponiendo.
 A partir de la segunda mitad del siglo XIX se reforzó el ideal femenino de la mujer como reina del hogar, identificada con la virgen María, reina de los cielos y madre de Cristo. Esta «angelización» de la mujer le permitió ocupar el trono del hogar a cambio de practicar virtudes como la castidad, la abnegación y la sumisión. La maternidad era reivindicada como la función femenina por excelencia, pero dejando absolutamente claro que el acto reproductivo nada tenia que ver con el disfrute de la sexualidad. Este ideal femenino continuó, en lo fundamental, vigente durante la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, las necesidades de una sociedad burguesa en camino hacia la modernización, requerían que la mujer asumiera tareas prácticas y eficaces. La Iglesia le asignó la misión de disciplinar al esposo y educar a los hijos en valores católicos, pero al tiempo funcionales en el nuevo modelo capitalista. Virtudes como el trabajo, la honradez, la responsabilidad, el ahorro y la limpieza debían ser transmitidas por las mujeres en su hogar. así mismo, los discursos médicos e higiénicos, que se difundían en numerosos manuales de higiene, pedagogía doméstica, puericultura y urbanidad que circulaban en las primeras décadas del siglo XX, le asignan a la mujer el rol de enfermera del hogar, responsable de la salud y productividad de todos sus miembros. En esos manuales se le adiestraba en el cuidado de los niños, la higiene del hogar, preparación de los alimentos y en la importancia de imponer hábitos de higiene y urbanidad sobre la prole. En síntesis, la economía del hogar, las tareas domésticas, la educación y disciplinamiento de los hijos, la integridad moral de todos los miembros de la familia, los cuidados de salud e higiene fueron todas tareas femeninas elevadas a la categoría de oficio bajo el título de «ama de hogar».
Las mujeres de las élites urbanas no sólo debían cumplir estas tareas en sus propios hogares, sino que debían convertirse en una especie de misioneras sociales que se encargaran de moralizar a las mujeres y a los niños de los sectores pobres. Su acción debía dirigirse, principalmente, a las obreras que surgen como grupo social en las ciudades donde se inició la industrialización. Son estas señoras y señoritas quienes, en compañía de sacerdotes y comunidades religiosas, en particular los Jesuítas y las Hermanas de la Caridad o de la Presentación, se dedican a organizar en distintas ciudades patronatos para obreras, asociaciones católicas femeninas tales como las Hijas de María y las Madres Católicas, u obras de beneficencia como casas para jóvenes desamparadas, sala-cunas, hospicios, clínicas infantiles, talleres de trabajo y escuelas dominicales donde se preparaban los niños pobres para la primera comunión. Estas actividades permitieron a las mujeres de los sectores pudientes trascender el espacio doméstico y tener papel destacado en sus respectivas localidades.
A medida que avanzaba el siglo y los procesos de modernización, la mujer ocupó, cada vez con mayor insistencia, nuevos espacios. Su presencia se hizo habitual en el teatro, las salas de cine, los salones de té y aun en los clubes sociales, en los cuales, a principios del siglo, sólo se permitía la presencia masculina. Durante los años 20, y como consecuencia del impacto de la primera Guerra Mundial en los roles femeninos, sectores de mujeres de la sociedad local que tenían oportunidad de viajar al exterior o de leer y estar en contacto con publicaciones europeas adoptaron actitudes y comportamientos que se distanciaban del ideal femenino convencional. La moda se hizo mucho más sofisticada, se suprimió el uso del corset, permitiendo mayor libertad de movimiento en el cuerpo femenino, el largo de la falda se recortó de forma notable exponiendo a la vista las piernas, el cabello se llevó corto y se impuso el maquillaje. La coquetería reemplazó las actitudes de modestia y pudor, y entre los sectores femeninos de la élite se fue extendiendo la práctica de deportes como el patinaje, el básketbol y la natación. Numerosas publicaciones católicas que existían en las ciudades y que iban dirigidas ante todo a las amas del hogar, en particular La Familia Católica de Medellín, expresaron airadas protestas contra estas nuevas actitudes femeninas. Los puntos centrales de ataque fueron las «malas lecturas», el cine, la moda escandalosa, la práctica de deportes y los bailes. Todas estas actividades, según la Iglesia, alejaban a la mujer del hogar y de la misión que se le había asignado. Indudablemente la influencia del American way of life que se reflejaba en el cine, las revistas y la publicidad, tuvo un fuerte impacto en la vida femenina cuando las ideas de confort, libertad y gusto por lo moderno se fueron imponiendo.

Libertad de unas, trabajo de otras 

La facilidad para los sectores femeninos de la élite y de la clase media para dedicarse a otras actividades por fuera del hogar radicaba en la facilidad de proveerse de servicio doméstico, como bien lo ilustra un manual educativo de 1938: «Hogares de clase media que sostienen costurera, lavandera, sirvienta y niñeras, mientras ¿qué hace la dueña del hogar? En el salón de belleza, en el juego, tomando té, en la casa de la amiga, en teatro. En una palabra cumpliendo sus deberes sociales». En efecto, al revisar los censos de ciudades como Medellín y Bogotá durante las tres primeras décadas del siglo XX, encontramos que la mayoría de la población femenina se ocupaba en oficios domésticos. Aun entre los sectores medios no era extraño contar con cocinera, «dentrodera», niñera y algunas veces hasta con una carguera, que tenía bajo su completa responsabilidad al recién nacido. Además semanalmente se contrataban los servicios de lavandera, aplanchadora y lavadora de pisos.

  El incremento significativo de la población urbana durante las primeras décadas del siglo XX se debió, en gran parte, a la migración campesina de las áreas más cercanas a las ciudades. Muchas de estas migrantes fueron mujeres solas que no encontraban ninguna actividad productiva dentro de la pequeña propiedad campesina o en las grandes haciendas, que privilegiaban el trabajo masculino. Algunas de estas mujeres, menos desafortunadas, encontraron empleo en los nuevos establecimientos fabriles o en talleres artesanales, pero la gran mayoría de ellas debió emplearse en el servicio doméstico. Muchos padres campesinos preferían entregar sus hijas como sirvientas, con tal de no verlas empleadas en fábricas, que asociaban a libertinaje y perdición. Pero poco se sabe sobre las vidas de este importante núcleo femenino tan determinante en la vida familiar. Sobre ellas recae la responsabilidad de la crianza de los niños, la higiene del hogar, y los hábitos alimenticios. En algunos sectores sociales y en varias regiones del país es también responsabilidad de la empleada doméstica la iniciación sexual de los Jóvenes de la casa y la satisfacción del señor, muchas veces frustrado ante la sexualidad fría de su esposa. La preferencia sexual por las domésticas radicaba, en parte, en que, a diferencia de las prostitutas, el temor a un posible contagio venéreo no existía. La vida de las empleadas domésticas fue dura. Muchas de ellas ni siquiera recibían salario por sus servicios y cuando se les pagaba, éste era el 50% más bajo que el de las obreras, el cual ya era bastante menguado.

  Sin mayor libertad ni tiempo propio, su mundo afectivo se reducía a la familia donde trabajaban. Solas y vulnerables, su sexualidad se limitaba a encuentros furtivos de los cuales, como consecuencia indeseada, podía resultar un embarazo. Esta situación las llevaba a perder el empleo y a sufrir las reacciones familiares que no pocas veces llegaban hasta la violencia física. Sin empleo, ni familia, les quedaban los caminos de la prostitución o la mendicidad. Ante estas disyuntivas, algunas de ellas, desafiando las normas morales y jurídicas llegaron a situaciones extremas como el aborto y aun el infanticidio. Como consta en los archivos judiciales de principios de siglo en la ciudad de Medellín, la mayoría de las implicadas en Juicios de este tipo eran empleadas domésticas.

Vida triste de mujeres alegres

  El crecimiento urbano, la migración de campesinas solas, la falta de empleo, los bajos salarios de obreras y otras trabajadoras urbanas contribuyeron a un incremento considerable de la prostitución en las ciudades. A más de estos factores, no debemos olvidar que la campesina joven y sola debe enfrentaren la ciudad la ausencia de controles tradicionales como el de la familia, al igual que el desarraigo cultural y afectivo. A tales problemas se suma una de las grandes dificultades que padecen todos los pobres de la ciudad: la carencia de vivienda. Algunas campesinas deben refugiarse en casas de inquilinato o pensiones donde el hacinamiento y la falta de privacidad allanan el camino hacia la prostitución. La prensa, tanto de Medellín como de Bogotá, denunció frecuentemente la existencia de inescrupulosos dedicados a la trata de blancas en la estación del tren, aprovechándose de la ingenuidad de campesinas recién llegadas a la ciudad. La prostitución fue notoriamente alta en Medellín. Para los años 30 se calculaba una prostituta por cada cuarenta hombres.

  El burdel se convirtió en sitio importante de sociabilidad masculina; en él no sólo se hacían tratos sexuales sino que era también el refugio de bohemios, intelectuales y marginales que buscaban nuevos espacios, libres del rígido control social que las costumbres y la moral católica trataban de imponer en los centros urbanos. El auge de la prostitución fue acompañado con un aumento significativo de las enfermedades venéreas, lo que preocupó seriamente a las autoridades municipales y médicas pues, según ellos, ponía en peligro al sector de mujeres inocentes de la sociedad, las esposas e hijas de familia. Como prevención se crearon institutos profilácticos encargados del control de venéreas. Estos expedían a las meretrices un certificado de sanidad que debían portar y renovar cada mes. Estas medidas no tuvieron mayores resultados. Ni la policía, ni los clientes exigían el certificado, y los tratamientos médicos de las enfermedades sexuales requerían de constancia y disciplina que ni prostitutas ni enfermos estaban dispuestos a seguir.

Mujer y mundo laboral

Además de las trabajadoras domésticas, las mujeres se desempeñaron en oficios artesanales que venían ejerciendo desde tiempos anteriores, tales como modistas, costureras, panaderas, sombrereras, zapateras y comadronas. Muchos de éstos eran extensión de sus actividades domésticas. Sin embargo, el hecho más significativo en la vida laboral de las mujeres en el siglo XX es su ingreso como fuerza laboral obrera. En Medellín, la ciudad en la que con mayor intensidad se dio el proceso de industrialización en 1923, el 73% de la fuerza laboral obrera eran mujeres, jóvenes y solteras. El 58% de ellas oscilaban entre los 15 y 24 años, y entre los años 1915-40, el 85% de las mujeres obreras eran solteras. La mujer casada tenia prácticamente vedado el ingreso al trabajo fabril, pues se consideraba, tanto por parte de la Iglesia como de los patrones, que el trabajo obrero era incompatible con la vida familiar. El frecuente discurso de la Iglesia sobre la inconveniencia del trabajo obrero femenino, si bien no fue el único factor, sí pudo haber pesado sobre los patrones antioqueños para ir suplantando a las mujeres. En 1951 el 61 % de la fuerza laboral eran hombres y sólo un 38% mujeres. Además de la posición de la Iglesia, hay que sumar a esta disminución de fuerza laboral fabril femenina factores como las escasas posibilidades de capacitación que se le ofrecieron a las obreras, en contraste con los centros de capacitación y escuelas nocturnas para obreros, la prohibición de trabajar tumos nocturnos y las actitudes de rebeldía que estas demostraron, contradiciendo las expectativas de patrones sobre su supuesta sumisión y docilidad.
Las mujeres obreras de las primeras generaciones estaban sometidas a largas jornadas de trabajo que podían prolongar hasta por diez horas en muchos establecimientos, al trabajo en locales oscuros, mal ventilados y sin servicios sanitarios adecuados y a salarios bajos y significativamente inferiores a los de los hombres. Muchas veces las obreras ganaban la mitad del salario masculino en la misma tarea y sector industrial. Los patronos tenían la idea de que el salario femenino era un ingreso familiar complementario y esto Justificaba que no fuera igual al del obrero. Además de estas difíciles condiciones, aun en fábricas presididas por la implacable imagen del Sagrado Corazón de Jesús, las obreras no se escapaban de las miradas lascivas de compañeros de trabajo, capataces y administradores. La denuncia de chantajes sexuales y de comportamientos masculinos irrespetuosos fue frecuente. La primera huelga textil en 1920, en la Compañía de Tejidos de Bello, dirigida por la obrera Betsabé Espinosa, tenía entre sus principales reclamos exigir el cese de abusos sexuales por parte de los capataces de la fábrica. Con la creciente masculinización del trabajo obrero, a las mujeres de los sectores pobres se les cerraron oportunidades de ascenso y movilidad social, quedando condenadas muchas de ellas al subempleo y al trabajo doméstico como alternativas para generar ingresos económicos.

http://www.banrepcultural.org/node/73271

Por: Reyes Cárdenas, Catalina