4 de abril de 2014

Aspectos psicológicos y sociales de la desigualdad entre hombres y mujeres.


Quisiera empezar con un texto de Alicia en el País de las Maravillas que puede servir para reflexionar sobre el uso y abuso de las palabras y su pérdida de sentido, de palabras como igualdad, respeto, derechos, justicia... Palabras adulteradas con las que convivimos y que demuestran la perversión del lenguaje y su capacidad para ocultar y enmascarar la ideología.
Cuando yo empleo una palabra -insistió Humpty Dumpty en tono desdeñoso- significa lo que yo quiero que signifique... ¡Ni más ni menos!
- La cuestión está en saber -objetó Alicia- si usted puede conseguir que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
- La cuestión está en saber -declaró Humpty Dumpty- quién manda aquí.
En definitiva, se trata de una cuestión de poder y del ejercicio de la violencia simbólica...
Sobre la desigualdad entre hombres y mujeres no voy a dar cifras. Todos somos historia, personal y social y tenemos memoria, baste sólo con recordar la violencia de género: el maltrato, los asesinatos, la prostitución, la esclavitud sexual, los crímenes de honor, la venta de niñas, el sexismo, la ablación, la utilización de la violación de las mujeres como arma de guerra, o la división sexual del trabajo, la prohibición del acceso a la educación y la salud, la imposición del burka, el techo de cristal, la feminización de la pobreza, y un largo etc.
Cualquier persona sensible siente la injusticia contra las mujeres de cualquier parte del mundo que día a día se muestra a través de los medios de comunicación. Hace un mes, a Malala, se le concedió el premio Sájarov y estuvo a punto de concedérsele el Novel de la Paz, ella víctima de la intolerancia y el fanatismo contra las mujeres transformó su dolor en lucha por el acceso de las mujeres a la educación. Y ella no es un caso aislado, en todas partes hay personas que luchan contra la discriminación de las mujeres.
Los grados, formas, características y efectos de la desigualdad dependen del contexto social, cultural y político de cada sociedad y en muchos casos son de difícil aprehensión por estar naturalizados e impresos en la vida social y personal. Es cierto que los movimientos sociales, la investigación no androcéntrica, la lucha política y del feminismo han logrado frenar y suprimir algunas barreras de la discriminación por razón de sexo, pero sigue existiendo la desigualdad, sin fronteras, así lo muestran los indicadores sociales que permiten medir el nivel de desigualdad de las sociedades como son: la violencia de género y la discriminación laboral y social (acceso a la salud, educación, trabajo). La dinámica histórica de avances y retrocesos, pone de manifiesto la dificultad de la estabilidad de los logros y su dependencia de la imposición de movimientos y políticas totalitarias y retrógradas. Es significativo que en el informe del Foro Económico Mundial de 2013 "La brecha de género mundial", España haya caído en tres años del puesto once al treinta.
A mucha gente, sobre todo del llamado primer mundo, se le llena la boca hablando de igualdad, de derechos y deberes en un discurso personal e institucional de supuesta corrección política y que más tarde se ve desdicho por la práctica personal y política. Un discurso farisaico que, a mi juicio, enmascara la profunda convicción de que el mantenimiento de las asimetrías es el fundamento de un determinado "orden social patriarcal" y también de la conservación personal y social de los lugares de poder. Lo saben y tienen razón, sino fuera así hace ya tiempo que hubiéramos dejado de hablar de este problema y en muchos casos, demasiados, de sufrir por ello. Los tratamientos cosméticos que se implementan son el fruto de una necesidad explícita o implícita, más o menos consciente del mantenimiento personal o político de esas relaciones de poder asimétrico y del cual, sin duda, se obtienen ganancias. Relaciones de poder asimétrico, de grupos dominantes y dominados, que articulan las relaciones entre pobres y ricos, razas, minorías y en el caso que nos ocupa de las relaciones entre varones y mujeres. El análisis de estas ganancias podría ser objeto de debate y estoy segura que aclararía muchos de los frenos que impiden el desarrollo de la igualdad. En este sentido podemos hacernos algunas preguntas, ¿cuál es la ganancia del ministro Gallardón con la nueva ley del aborto, o cual la del ministro Wert con la ley de educación? ¿Quién y qué se gana con la segregación por sexos, o con la supresión de la educación para la ciudadanía? ¿Qué se pretende con la publicación de 'Cásate y sé sumisa'? ¿Qué se pretende con la reducción de las políticas de igualdad? ¿Los recortes en la ley de dependencia son tan sólo un problema económico? ¿Cómo afectan a la vida de las y los dependientes y a sus, en gran mayoría, cuidadoras? ¿o por qué se mantiene en el diccionario de la Real Academia la herencia sexista del siglo XX, conservando en 2014 las acepciones de sexo débil como "conjunto de las mujeres" y sexo fuerte o feo como "conjunto de los hombres"?.
El catálogo de efectos perversos y crueles de la desigualdad es devastador pero conserva una estructura común: la desposesión del sujeto, su tratamiento como objeto, su definición subordinada, su aprovechamiento, consumo, manipulación e incluso aniquilación. El caso más evidente es la violencia física, pero esta se sustenta en algo más sutil de carácter psicológico y simbólico que exige un tiempo de construcción y aparatos y agentes ideológicos para su mantenimiento. Como ejemplo muy claro tenemos la imposición del Burka a las mujeres por los talibanes que, por motivos supuestamente religiosos, supone el extremo de la negación privada y pública del cuerpo de las mujeres y de la identidad que lo recorre y que, con su consideración de peligrosidad, liga directamente el control político del cuerpo de las mujeres al del control de la sexualidad y del espacio personal. La violencia simbólica también se muestra en nuestra cultura por la presión, sostenida por la publicidad y los medios de conseguir más allá de las diferencias una imagen única de mujer, supermujer, ideal de juventud, delgadez y belleza, pero también una imagen de varón de potencia, agresividad y músculos, que tiene efectos devastadores en la construcción de la identidad tanto de varones como de mujeres. Anorexia y vigorexia son algunos de sus efectos más evidentes, pero hay otros que de forma casi inconsciente hacen mella en la autoestima e imagen corporal y que influyen en deseos y placeres. ¿Ante esta uniformidad somos todos perdedores? ¿Hay ganadores en el mercado? ¿Qué se gana y que se pierde?
No es fácil desvelar la compleja red psicosocial que construye, mantiene y reproduce relaciones desiguales entre varones y mujeres, y esto es así porque abarca dimensiones sociales y personales que son, a su vez, parte integrante de la construcción de los sujetos como pertenecientes al grupo, como sujetos portadores de una identidad construida a través de los procesos de socialización y de identificación de los valores y normas de su cultura.
El entramado psicosocial de la desigualdad se articula tanto a través del contexto cultural como de la historia de los sujetos. Entre ambos se entreteje la red de imposiciones explícitas e implícitas que recorren la socialización de varones y mujeres. Es un tejido sutil en el que todos somos protagonistas, actores o reproductores de las pautas de relación asimétrica que nos recorre desde el nacimiento y que nos posiciona social e individualmente arrastrando el pesado fardo de normas, expectativas y creencias con las que se va configurando nuestra identidad como varones o mujeres.
Las definiciones que prescriben las formas de ser de un varón y de una mujer son asimétricas, jerárquicas y excluyentes; los estereotipos sobre la supuesta feminidad y masculinidad son cadenas que impiden las posibilidades diversas de desarrollo de ambos. La rigidez con la que se rigen y separan pensamientos, afectos, emociones, acciones y funciones construye el círculo vicioso por el que se generan y mantienen las dependencias asimétricas, en la dinámica de la posesión o la falta. La asunción del imperativo de la masculinidad y feminidad ciega otras posibilidades de ser, de reconocerse como sujetos y tiene efectos perversos para ambos sexos.
Por ello, para quebrar los supuestos esencialistas y producir transformaciones profundas, son necesarias rupturas tanto en el marco social como en el personal y un marco de análisis en el que se integre la complejidad psicosocial de las relaciones.
Es en este sentido en el que hago mías las siguientes consideraciones:
- El significado otorgado a los sexos, la forma en que se representan es histórica, el sexo, configurado desde el género, es una construcción histórica que se nutre de los significados culturales y expresa la dinámica de las relaciones intergrupales, abarcando tanto la toma de posición intersubjetiva como intrasubjetiva.
- El género se hace, no existe tal esencia de la naturaleza femenina ni masculina, es una construcción social, son los significados de la diferencia biológica los que delimitan las fronteras del mundo dividido en categorías en función del sexo. Son los marcadores categoriales de sexo, raza, o edad, los que arrastran consigo significados que desencadenan comportamientos que superan, con mucho, el efecto de las diferencias biológicas.
- El hecho de la existencia de diferencias biológicas no explica la asimetría social, ni las complejas relaciones intrasubjetivas e intersubjetivas construidas alrededor del significado de las diferencias. Existen diferencias, pero ligadas a la vivencia simbólica, experimentadas como género. El género más que un nombre es un verbo, se hace, se recrea a través de la continuidad generacional de valores y actitudes y pautas de conducta diferenciales.
- Las desiguales relaciones de género posibilitan la reproducción de subjetividades masculinas y femeninas que, así mismo, perpetúan la existencia de esas relaciones de poder. Los sujetos, varones y mujeres, asimilan normativamente la estructura de creencias, disposiciones y valores de una representación del mundo relacionada con las diferentes posiciones de ambos sexos en la estructura de poder social. Dado que los modelos sociales nutren las representaciones de los participantes en la vida social y conforman las normas que definen las relaciones entre los sujetos, estableciendo su marco de acción, el proceso de construcción de la subjetividad se ve afectado por los modos de relación definidos por la asimetría genérica.
- Las sociedades se organizan alrededor de dimensiones productivas, reproductivas y deseantes. Los Sistemas económicos, ideológicos y religiosos delimitan la estructura de las relaciones de poder y definen pensamiento y acción. Los modos de relación entre los sexos expresan la forma de interacción establecida por los sistemas de supervivencia y continuidad del grupo, generando narrativas simbólicas donde los sujetos se sitúan como integrantes, forjadores y garantes del mantenimiento del acuerdo e imposiciones sociales.
Pero el mantenimiento de la estructura de poder desigual no sería posible si no se articulara en un poder de definición y un poder de control:
- El poder de definición delimita "las posibilidades de ser" según el sexo, define qué es un varón y qué una mujer, y aglutina los contenidos de estereotipos y roles que marcan comportamientos, sentimientos, lugares, funciones y papeles. Con este poder se imbrican las instituciones, políticas, legislativas, científicas, culturales, educativas o religiosas que configuran la representación simbólica de los sexos.
- El poder de control instituye los mecanismos del cumplimiento o sanción de la normativa definitoria, sexual, afectiva y reproductiva, así como el acceso a los recursos (salud, educación, trabajo).
Para que ese contexto disciplinario pueda naturalizarse y desarrollarse es necesario implicar a los sujetos en esa tarea, y es a través de la socialización y por los mecanismos psicológicos de identificación, y las necesidades de reconocimiento y autoestima, como hace suyo el sujeto el mandato social. Deberíamos preguntarnos en qué capa profunda de la identidad arraiga la creencia en la inferioridad de las mujeres, o cómo una creencia, un estereotipo, se convierte en certeza que moviliza deseo, pensamiento y acción.
Como ejemplo de la alambicada relación entre definición y control podemos referirnos a la creciente naturalización de la violencia de género entre l@s adolescentes. Desde la estereotipia de la masculinidad y feminidad se dan como naturales y propias de las relaciones amorosas, el control, los celos y las actitudes de maltrato y acoso. Como demuestra el reciente estudio sobre la adolescencia de la Universidad Complutense de Madrid con 8.000 entrevistas on line a 8.000 menores.
Por ello, el camino hacia la desaparición de las desigualdades entre varones y mujeres exige rupturas a nivel social y personal. La compleja articulación de las asimetrías que subyacen a la desigualdad hace necesario que se parta de una realidad personal, política y social, y que integre tanto aspectos subjetivos, como representacionales y ejecutivos.
En referencia a la dimensión subjetiva, supone la transformación cognitivo/afectiva del sujeto hacia la flexibilidad cognitiva y emocional y el desarrollo de la autoestima psicológica. En cuanto a la representacional, un cambio de contenidos de las representaciones sociales sobre los sexos y de las imágenes acerca de la feminidad y masculinidad como significados excluyentes de los sujetos, y en la ejecutiva la ampliación de la capacidad, la acción y el empoderamiento, a través del desarrollo de la socialización en la igualdad, diversidad, respeto y cooperación, así como el fomento de la igualdad de oportunidades y la transformación de la división sexual del trabajo y la toma de decisiones.
Supone por tanto un compromiso político y ético, personal y social inmerso en la vida social, privada y cotidiana de todos, varones y mujeres.
 
ROSA PASTOR CARBALLO.

Claves para un análisis feminista de la prostitución.



La prostitución es un antiguo fenómeno social que ha experimentado cambios muy profundos en los últimos treinta años, relacionados con dos procesos sociales que están transformando el mundo del siglo XXI y estrechamente vinculados a la crisis del contrato sexual. Mujeres en distintas partes del mundo han conseguido derechos y, además, los han ejercido. Por primera vez en la historia, grupos reducidos, pero significativos, de mujeres pueden decir, y dicen, 'no' a los varones. Esa primera parte del contrato sexual por el que cada varón se convierte en dueño y señor de una mujer, y cuya expresión social legítima es el matrimonio, ha entrado en crisis, pues ha dejado de ser la única opción para muchas mujeres. Sin embargo, este hecho no debe oscurecer que frente a esta mayor libertad para algunas mujeres, se encuentran otras cuya situación ha empeorado visiblemente. Y con esta afirmación, me estoy refiriendo a la segunda parte del contrato sexual, por la que un reducido grupo de mujeres es asignado a todos los varones y cuya expresión, socialmente reprobable, es la prostitución. La idea que argumentaré brevemente es que a medida que algunas mujeres pueden desasirse del dominio masculino y conquistan parcelas de individualidad, otras son más intensamente dominadas y explotadas por el sistema patriarcal. Con la globalización neoliberal el rostro de la prostitución ha cambiado decisivamente, pues de ser una realidad social reducida se ha convertido en una gran industria global que moviliza miles de millones de euros anuales.
Para comprender la complejidad de esta práctica social hay que diferenciar dos planos: el intelectual y el ético-normativo. Primero hay que examinar la naturaleza y las causas de este fenómeno social y, en consonancia con ese análisis intelectual, adoptar una posición ético-normativa respecto a su existencia. Si el punto de partida, tras estudiar la prostitución y las causas que la originan, es que esta práctica social es una forma deseable de vida y no puede ser definida como una forma de explotación sexual, entonces la conclusión lógica es legalizar y reglamentar la prostitución. Si, por el contrario, se considera la prostitución una forma inaceptable de vida, resultado del sistema de hegemonía masculina, vinculada a la dominación patriarcal y que vulnera los derechos humanos de las mujeres al convertir su cuerpo en una mercancía y en un objeto para el placer sexual de otros, entonces se concluye la imposibilidad de su legalización.
El punto de partida ético-normativo, que compartimos quienes escribimos en este monográfico, es que la prostitución es una realidad social que debe ser erradicada porque es fuente inagotable de desigualdad y subordinación para las mujeres que la ejercen y para las mujeres en general [1]. Para ello es necesario distinguir el fenómeno social que es la prostitución del colectivo concreto que son las mujeres prostituidas, pues esta distinción nos permitirá criticar esa realidad social y al mismo tiempo establecer elementos de solidaridad con las mujeres que la ejercen. En otros términos, pondremos en tela de juicio la estructura de subordinación y explotación sexual que subyace a la prostitución y, al mismo tiempo, afirmamos nuestra solidaridad con las mujeres prostituidas.
NATURALIZACIÓN DE LA PROSTITUCIÓN
Uno de los argumentos centrales de este debate hace referencia al estereotipo de que la prostitución es el 'oficio más viejo del mundo'. En el imaginario colectivo está profundamente arraigada la idea de que la prostitución es una realidad que está más allá de lo cultural. Todo fenómeno social para que pueda reproducirse a lo largo del tiempo tiene que estar sometido a procesos permanentes de legitimación. La primera legitimación de cualquier fenómeno social se encuentra en su propia facticidad. El hecho de que haya existido durante largos periodos históricos puede sugerir que forma parte de un 'orden natural' de las cosas imposible de alterar. Si, además de existir, también ha sobrevivido a intentos de acabar con esa realidad, como, por ejemplo, la legislación prohibicionista, entonces parece que tiene una fuerza que va más allá de lo puramente social. Uno de los subtextos del imaginario de la prostitución sugiere que está profundamente anclada en algún oscuro lugar de la naturaleza humana. Y éste es, desde luego, uno de los problemas que obstaculizan una posición crítica frente a la prostitución: su naturalización, pues con esos argumentos se coloca a esta práctica social en el orden de lo pre-político. En efecto, si el fundamento de esta práctica social está en la naturaleza, entonces difícilmente podrá ser definida como una institución y, por tanto, interpelada socialmente.
LA INVISIBILIDAD DEL CLIENTE
La prostitución es una realidad social cada día más compleja debido tanto al aumento creciente de los actores y procesos involucrados alrededor de esta institución como a los significados e implicaciones ideológicas que derivan de su existencia. En efecto, la prostitución hoy es una gran empresa global, vinculada a la economía criminal, y en la que intervienen muchos actores que se benefician de ese negocio: medios de comunicación, empresarios del sexo, agencias de turismo sexual, proxenetas, narcotraficantes o traficantes de mujeres. Sin embargo, los actores principales, en primera instancia, son las mujeres que ejercen la prostitución y los clientes que utilizan los servicios de estas mujeres. En el imaginario colectivo, sin embargo, la prostitución está asociada a la imagen de la puta. Y, sin embargo, no hay mujer prostituida sin cliente. ¿Por qué el cliente ha sido invisibilizado en el imaginario de la prostitución? La prostitución, sin embargo, no debe ser definida como el oficio más antiguo del mundo sino como la actividad que responde a la demanda más antigua del mundo: la de un hombre que quiere acceder al cuerpo de una mujer y lo logra a cambio de un precio [2]. Lo que queremos hacer notar es que la figura del cliente ha sido silenciada como si fuese un elemento completamente secundario en esta obra de teatro. Y este hecho es un claro indicador de la permisividad social que existe hacia el prostituidor. De ahí la necesidad de mostrar la asociación entre cliente y dominio masculino, pues solo así podrán visibilizarse las relaciones de poder que están en el origen de la prostitución.
Por eso es necesario resignificar el imaginario de la prostitución y poner a los clientes en el lugar que les corresponde. Es necesario señalar que esos varones son algo más que consumidores y la prostitución no es una práctica inocua sino que, como todas las demás, no puede desligarse de las relaciones de poder que estructuran cada sociedad. En sociedades patriarcales en las que los varones tienen una posición dominante difícilmente podría pensarse que la prostitución es una realidad ajena a las relaciones de poder entre los géneros.
En este sentido es necesario retomar la categoría de patriarcado, pues sin la misma perdería sentido la posición ético-normativa que mantenemos sobre la prostitución. Si prescindimos de esta categoría que da nombre a esa compleja estructura social nos quedamos sin las herramientas intelectuales que hacen posible su comprensión. En efecto, la prostitución, como realidad social, solo se hace legible a la luz de esta estructura sistémica que organiza la sociedad asignando recursos y derechos asimétricamente entre hombres y mujeres.
CONSENTIMIENTO Y COACCIÓN EN LAS MUJERES PROSTITUIDAS
Un argumento que aparece recurrentemente en la literatura sobre prostitución y que está muy asentado en el imaginario colectivo es el de la legitimidad de la relación entre la mujer prostituida y el prostituidor, siempre y cuando las mujeres elijan libremente esa actividad. Sin embargo, ¿hasta qué punto las mujeres en situación de prostitución, todas ellas pobres y en algunos países, además, inmigrantes, pueden ser definidas como libres a la hora de elegir la prostitución como forma de vida? Con esta pregunta, queremos señalar que la cuestión del consentimiento es una variable fundamental a la hora de adoptar una posición ética sobre la prostitución.
¿Es un contrato libre, y por ello legítimo, el que establece la mujer prostituida y el cliente? La Modernidad se edificó sobre una nueva relación social, la contractual, y la piedra angular de ese edificio fue el consentimiento. La figura del individuo como sujeto político, la configuración de una nueva clase hegemónica, la burguesía, y la propuesta de un nuevo sistema político, la democracia son los elementos centrales del nuevo mundo. Y es ahí donde precisamente adquiere sentido la categoría de consentimiento. La Modernidad no aceptará la instauración de sistemas políticos ni relaciones sociales que no estén basados en un contrato basado en el consentimiento de sus miembros. No podríamos entender la democracia ni el resto de las relaciones sociales, incluido el matrimonio, fuera del contrato. Ese tipo de relación contractual es históricamente nueva y surge como una conquista frente a las relaciones sociales medievales, basadas en relaciones de adscripción.
A fin de comprender las relaciones sociales que se desarrollan entre el varón prostituidor y la mujer prostituida es necesario hacer una reflexión sobre la naturaleza del contrato y sobre la naturaleza del consentimiento. Rousseau explica que un contrato firmado por dos partes en la que una de ellas está dominada por la necesidad no es un contrato legítimo. Kant también explica que no se puede ser al mismo tiempo cosa y persona, propiedad y propietario. Estos filósofos sugieren que esos contratos podrán ser legales, pero nunca legítimos porque la capacidad de decisión de quien está dominado por la necesidad vicia ese consentimiento. En esa misma línea, en el siglo XIX, Marx lanzaba una mirada crítica a los contratos establecidos entre un burgués y un obrero, entre un empresario y un trabajador, al poner en cuestión los contratos económicos basados en la necesidad absoluta de una de las partes contratantes. Y de esta argumentación se deriva una conclusión que ha estado en el fundamento de todas las teorías críticas de la sociedad: no puede haber libertad de contrato absoluto en sistemas sociales edificados sobre dominaciones. Ya en el siglo XX, Carole Pateman analiza el contrato entre prostituidor y mujer prostituida como carente de legitimidad, pues esa relación se origina en un contrato sexual sobre el que se edifican las sociedades patriarcales
Nos interesa señalar que la ilimitada libertad de contrato forma parte del núcleo ideológico más duro del liberalismo y la crítica a esa libertad absoluta forma parte de las señas de identidad de los pensamientos críticos. La idea que queremos subrayar es que la libertad y el consentimiento de las mujeres que llegan a la prostitución son reducidos, pues están limitados por la pobreza, la falta de recursos culturales, la escasa autonomía y en muchos casos por el abuso sexual en la infancia. Y para que todo ello adquiera sentido hay que señalar que esas realidades están inscritas en el marco de sociedades patriarcales en las que los varones tienen una posición de hegemonía sobre las mujeres.
Los análisis que intentan justificar la prostitución como un contrato legítimo se apoyan en argumentaciones funcionales al neoliberalismo, para cuya ideología los contratos no deben tener límites. Los autores y autoras que defienden la legitimidad de ese contrato fundamentándolo en la voluntad del individuo, se olvidan que libertad y voluntad no coinciden en muchas ocasiones.
Para concluir, la prostitución como práctica social que consagra la explotación sexual sólo puede ser combatida con más libertad y más igualdad para las mujeres que se ven obligadas a ejercerla y todo ello en el marco de los derechos humanos.
 
ROSA COBO.