Desafortunadamente, tratar de conjuntar raza, nación tribal y género como categorías de análisis importantes para los estudios nativo–americanos ha sido visto como divisionista y contrario a la soberanía tribal. Inclusive autoras como Annette Jaimes y Theresa Halsey (1992) han llegado a señalar que el feminismo es un proyecto imperial fincado en el ulterior control del gobierno federal sobre las naciones tribales. En palabras de las autoras:
Aquellas que se han identificado abiertamente como feministas tienden a ser las más claramente asimiladas entre las activistas indias y las que aceptan de la ideología colonial que las naciones indígenas son ya fracciones legítimas del corpus geopolítico estadounidense en vez de naciones independientes, que los indígenas somos ya una minoría dentro de la población general en vez de ciudadanos de nuestra propia y distinta nación. Por lo mismo, se interesan más por los derechos civiles que por la liberación misma […] Las mujeres nativo–americanas más inclinadas por la soberanía han demostrado mayor cautela frente al potencial que ofrecen las políticas y alianzas feministas (Jaimes y Halsey, 1992: 330–331).
Una variedad de factores contribuyeron a que éstas y otras académicas nativas decidieran criticar la conciencia feminista entre las mujeres nativas. Primero, vieron el sexismo como un tema racialmente divisionista. En otras palabras, la conciencia feminista podía causar conflicto entre hombres y mujeres indígenas. En segundo lugar, fueron influidas por el sexismo prevaleciente en el movimiento indio estadounidense. Las mujeres indígenas fueron colocadas en papeles serviles, como cocineras y ayudantes, e incluso se esperaba de ellas que atendieran las necesidades sexuales de los líderes del movimiento. En concreto, las mujeres nativas aprendieron que los hombres deben tener el control (Crow Dog y Erdoes, 1991; A. Smith, 2002). En este contexto, las mujeres indígenas debían defender un nacionalismo nativo que ignoraba su propia necesidad de liberarse de la misoginia y el sexismo.
Desde estas perspectivas no es posible ser nativa y feminista a la vez pues el feminismo procede, en última instancia, de la cultura blanca. Aceptan el discurso dominante sobre la aculturación según el cual la cultura del grupo dominante termina por sobreponerse a la cultura subordinada, por lo que cualquier entrecruzamiento de ambas significa la ulterior asimilación del grupo subordinado y su pérdida de identidad. Por ende, el feminismo no puede ser apropiado o redefinido desde la perspectiva de las mujeres indígenas, a pesar de que algunas académicas nativas, como Lee Maracle (1996), afirman que apropiarse de la identidad feminista e involucrarse en el movimiento feminista las empodera.
De la misma forma, Haunani–Kay Trask argumenta que el feminismo se enfoca únicamente en el género, por lo que es incompatible con la lucha nacionalista hawaiana, y afirma que, en el fondo, no era más que una fabricación blanca (Trask, 1996). Trask usa "feminismo" y "feminismo blanco" como sinónimos, sin reconocer la teoría feminista desarrollada por mujeres afrodescendientes (Hall, 2006, y Kauanui, 2006), como Bell Hooks y Cherrie Moraga (Hooks, 1989, 1995; Moraga, 1993)13. En palabras suyas:
Me di cuenta de que la práctica del feminismo impedía que nuestra gente se organizara en las comunidades rurales. En el contexto de nuestro nacionalismo, el feminismo aparecía como otra intrusión haole [blanca] en el ya sitiado mundo hawaiano. Hacer hincapié en las mujeres dejaba de lado la histórica opresión de todos los hawaianos y el largo brazo del imperialismo. Ahora que trabajo para mi pueblo, veo que son demasiadas las limitaciones del enfoque feminista en la teoría y en la práctica. El feminismo que yo estudié era demasiado blanco, demasiado americano (Trask, 1996: 901).
Poco después, en el mismo artículo, sostiene que la soberanía de su pueblo es una meta más significativa que la equidad educativa o política entre mujeres y hombres en la nación hawaiana (Trask, 1996: 901). De esta forma privilegia la raza y la nación indígena frente a los temas de género.
En vez de considerar la conciencia nativo–feminista como una causa de conflicto interno o una fabricación blanca, debería distinguirse como una fuerza que hace avanzar una meta esencial de las comunidades indígenas: el combate al sexismo. Asimismo, privilegiar la raza y la nación tribal sobre el género, como hacen los académicos nativos, es problemático pues enajena a las mujeres simultáneamente por la raza y por el género (A. Smith, 2002, 2005). Como resultado, el sexismo es fácilmente pasado por alto y deja de ser abordado por académicos y comunidades nativas.
En cambio, la activista académica cherokee Andrea Smith sostiene que raza, género y nación tribal deben estar ligados para combatir la violencia sexual rampante que sufren las mujeres nativas (A. Smith, 2002). Con mucha frecuencia, las mujeres nativas que sufren violencia sexual deben enfrentar consejos tribales, autoridades y comunidades dominadas por hombres16. En consecuencia, la violencia sexual suele ser ignorada y, por lo mismo, no es enfrentada de manera adecuada. Con el fin de empezar a luchar en contra de la violencia que sufren las mujeres nativo–americanas en particular, pero todas las mujeres de color en general17, Smith organizó un congreso llamado "El color de la violencia: violencia contra las mujeres de color". Este encuentro tuvo lugar los días 28 y 29 de abril del año 2000 en la Universidad de California, plantel Santa Cruz, y a partir de entonces se convirtió en un evento anual que se realiza en distintos puntos de Estados Unidos. También ahí se formó Incite!, una organización activista fundada para combatir la violencia que se ejerce en contra de las mujeres de color. Me abocaré al evento del año 2000 porque ilustra muy bien la forma en que las activistas nativas apoyan el nacionalismo tribal y la soberanía, al tiempo que trabajan para combatir la violencia contra las mujeres indígenas, así como sus aspectos subyacentes, como la misoginia y el sexismo.
Andrea Smith organizó el encuentro a causa de la decepción y la frustración que le había producido la tendencia del movimiento contra la violencia a marginar a las mujeres de color y rechazar los temas políticos (Yeung, 2000). Las mujeres de color sostenían que el discurso oficial del movimiento contra la violencia con frecuencia ignoraba sus necesidades y a ellas mismas. Durante la década de 1980, quienes trabajaban en organizaciones dedicadas a combatir la violencia solían sólo proporcionar servicios dejando de lado la organización política frente al creciente involucramiento del gobierno federal en los temas de violencia contra las mujeres (Yeung, 2000). Los centros que atendían casos de violencia o violación fueron obligados a profesionalizarse para ser acreditados y recibir subsidios de las agencias gubernamentales. Así, se les obligó a contratar personal con documentos que avalaran su perfil laboral. En consecuencia, se les impidió ofrecer servicios basados en pares, un sistema que hasta entonces había fomentado la participación de las mujeres. Esto hizo que muchas mujeres no pudieran colaborar más, en particular las mujeres pobres y de color. A la larga, la organización política fue sustituida por los servicios profesionales, lo cual se convirtió en la meta de los centros dedicados a atender la violencia sexual y doméstica (A. Smith, 2000).
De hecho, la corriente dominante del movimiento contra la violencia se inclinó cada vez menos a lidiar con la violencia sexual y doméstica en contextos de inequidad y violencia institucional. Andrea Smith afirma que muchas coaliciones estatales creadas para combatir la violencia sexual y doméstica se rehusaron a cuestionar las leyes antiinmigrantes, bajo el argumento de que ese conflicto no estaba relacionado con la violencia sexual y doméstica. Sin embargo, de acuerdo con Smith, en la medida en que se intensifica la represión, aumenta el número de mujeres que se rehúsan a denunciar el maltrato por temor a ser deportadas (A. Smith, 2000). Esta forma de enfrentar la violencia resulta contraproducente, pues la violencia doméstica y sexual en las comunidades de color no se modificará a menos que se afecten las estructuras superiores de la violencia, como son la brutalidad policiaca, las violaciones a los tratados firmados con los pueblos nativos y a los derechos de los inmigrantes, el racismo institucional y el neocolonialismo económico (A. Smith, 2000). Por ejemplo, según la autora, para combatir la violencia interpersonal es necesario destacar y entender la conexión colonial. De igual manera, la violencia contra las mujeres de color es una forma particular de opresión, que puede entenderse a la luz de la larga historia de genocidio contra los pueblos nativos. Los colonizadores arremetieron contra las mujeres indígenas porque tienen hijos. No sólo mataron mujeres indígenas, también las mutilaron sexualmente y las violaron con la intensión de controlar su capacidad reproductiva (A. Smith, 2000).
En este congreso, las preocupaciones de las mujeres constituyeron el tema central de las mujeres de color organizadas contra la violencia. Durante su discurso inaugural, Ángela Davis, académica y activista afrodescendiente, argumentó que la experiencia de las mujeres nativo–americanas demuestra la necesidad de enfatizar y destacar la prolongada e inexorable dominación y opresión colonial en contra de las naciones indígenas. Discutió las tribulaciones que implica usar los procesos legislativos y judiciales del Estado–nación, los cuales han causado tanto daño y problemas a las naciones tribales y a las comunidades. Habló de lo difícil que resulta esperar que el gobierno federal proporcione respuestas a los problemas de la violencia contra las mujeres cuando el Estado está férreamente entretejido con el dominio masculino, el racismo, el clasismo y la homofobia (Davis, 2000; Ramírez, 2007).
El congreso sirvió también para que las mujeres nativas discutieran el entramado estructural de poder que sostiene la violencia ejercida en su contra. Por ejemplo, Luana Ross argumentó, en otra conferencia magistral, que la consolidación del poder masculino en los consejos tribales y las comunidades ha creado una situación dentro de las tribus que fomenta la negligencia y la perpetuación de la violencia sexual contra las mujeres nativas (Ramírez, 2004b, 2007).
Lo que yo he encontrado en mi comunidad en el estado de Montana, las comunidades salish y kootenai, es que la violación es ignorada. ¿Por qué? Por las mismas razones mencionadas: los agresores son parte de la jerarquía en las comunidades nativas, son líderes culturales o consejeros tribales. Los hombres tienen el poder y, por lo mismo, se permite la continuación de la violencia.
La consolidación del poder masculino en los consejos tribales puede llevar a los gobiernos de las tribus a ignorar la creciente violencia de género, por ejemplo, al omitir el desarrollo de una legislación tribal que proteja a las mujeres indígenas de la violencia. En efecto, según Ross, nación tribal y género deben enlazarse para entender las causas por las cuales las comunidades indígenas ignoran la violencia contra las mujeres. Si falta este enlace, entonces se pueden ignorar los temas de género, como ocurre con la violencia sexual. El fortalecimiento del poder masculino está inexorablemente ligado a una larga historia de poder colonial así como a políticas y legislaciones federales, como el caso de los internados indígenas en Canadá y Estados Unidos. El propósito de estos internados, por ejemplo, era insertar el patriarcado en las comunidades tribales y socializar a los menores en la convicción de las normas patriarcales de género (Wall, 1997). Como resultado, los miembros de los consejos tribales, influidos por las ideas patriarcales/coloniales, han ignorado los llamados a una justicia de género de las mujeres nativas, tal como ocurrió con la lucha para cambiar los aspectos sexistas del Acta India de Canadá (Silman, 1987).
Los indígenas nacionalistas que eligen desdeñar o ignorar el sexismo y la misoginia en general, y la violencia contra las mujeres nativas en particular, manifiestan su parecido con otros nacionalismos y otros proyectos, movimientos y agendas, en especial con las europeas y euro–americanas de los últimos doscientos años. Los nacionalistas europeos usaron la ideología del pundonor burgués para manejar y controlar relaciones de género apropiadas y decorosas. Esta ideología ayudó a la burguesía a crear y resguardar una esfera privada que integraba e incorporaba el ocio y la vida familiar. El nacionalismo y la respetabilidad se entretejieron para que el Estado–nación pudiera inmiscuirse e imponer sus normas de las relaciones de género aceptables. A través de las instituciones del Estado como las prisiones, las escuelas y las oficinas censales, la burguesía disciplinó y controló a la población (White, 1995). Así es como los nacionalismos eurocéntricos, el Acta India de 1876 en Canadá y el Acta de Reorganización India de 1934 en Estados Unidos impusieron sus normas patriarcales de género en las comunidades nativas, alentando el sexismo y la misoginia, y su potencial de violencia contra las mujeres.
En respuesta a esta normalización de la violencia, Luana Ross, durante el Congreso "Los colores de la violencia", destacó la importancia de enlazar la soberanía tribal y la violencia contra las mujeres para encontrar soluciones posibles. Puso énfasis en la importancia de redefinir las formas de abordar el combate a la violencia usando marcos indígenas de soberanía, en vez de depender de la ayuda gubernamental. Por ejemplo, Ross sostenía que se debía buscar una adecuada reparación del daño en casos de violencia contra las mujeres en los juzgados indígenas en vez de hacerlo en los federales. En otras palabras, abogaba por el derecho a la autodeterminación y la soberanía con perspectiva de género, al aplicar formas tradicionales de justicia para resolver la desmedida violencia sexual en las comunidades nativas.
REPLANTEAR LA SOBERANÍA TRIBAL
En resumen, las mujeres nativas deben ser protegidas de leyes potencialmente opresivas aprobadas por gobiernos tribales controlados por hombres, y la violencia no debe ser ni tolerada ni ignorada. Para lograr esto, la soberanía tribal debe ser replanteada desde la perspectiva de las mujeres nativas. En la cultura occidental, el significado más aceptado del concepto de autodeterminación es la noción de soberanía independiente y el estatus de Estado–nación. En este modelo, la autodeterminación significa que un gobierno tiene total y completo control y autoridad sobre lo que sucede en su jurisdicción, y ningún agente externo debe interferir o cuestionar su autoridad jurisdiccional. Estar libre de interferencias externas implica que las naciones soberanas deben quedar exentas de su necesidad de relaciones o acciones de otros (Young, 2001). Esta definición es peligrosa, pues entonces los gobiernos tendrían plena libertad para dominar a otros. No necesitarían tomar en serio los reclamos o los derechos individuales. En consecuencia, cuando se parte de esta definición de soberanía tribal basada en aspectos selectivos del Estado–nación, los reclamos de las mujeres indígenas pueden ser ignorados fácilmente.
El académico mohawk Taiaiake Alfred (1999) afirma que, al ser de origen occidental, el concepto de soberanía es poco adecuado para hablar de la lucha de los pueblos indígenas por su liberación. Por ende, mientras los pueblos nativos utilicen nociones occidentales de soberanía para controlar sus actividades gubernamentales, seguirán colonizados bajo formas de poder occidental (A. Smith, 2002). Por el contrario, Craig Womack, académico muscogee, sostiene que la soberanía tribal es flexible y fluida, y que las necesidades de las naciones tribales pueden, en última instancia, influir en las prácticas de la soberanía tribal (1999). Al igual que Womack, Andrea Smith y Luana Ross afirman que la soberanía no es una noción occidental estática, sino que puede ser apropiada por los pueblos nativos (A. Smith, 2002). En consecuencia, replantear la soberanía desde la perspectiva de las mujeres nativas puede disminuir la tensión entre las nociones occidentales y tribales de soberanía y los derechos de género de las mujeres.
De hecho, las mujeres indígenas en México han alzado la voz con respecto a los derechos de género de las mujeres. En los acuerdos de San Andrés firmados por los zapatistas, por ejemplo, se defiende el derecho de las comunidades indígenas para elegir sus autoridades políticas y judiciales, para regirse por su propia organización política y para regularse por sus normas y formas de resolución de conflictos. Al mismo tiempo, se afirma que los derechos humanos de las mujeres indígenas deberán ser protegidos por las mismas comunidades (Collier, 2001). De la misma manera, en Estados Unidos debería haber mecanismos tribales que puedan articular las nociones de soberanía tribal con los derechos humanos y civiles de las mujeres nativo–americanas.
Por ejemplo, la filosofía lakota que encierra la frase "todas mis relaciones" ofrece una alternativa a la manera en que se entiende la soberanía tribal, que incluye la forma en que la gente está emparentada y se ubica en relaciones sociales con otras. Partiendo de este enfoque, todas las personas están interconectadas y son valoradas, a la vez que se espera de ellas que escuchen y respeten a quienes les circundan. Este concepto filosófico nativo, en lugar de jerarquizar los derechos individuales frente a los colectivos, supone la posibilidad de un intercambio respetuoso entre ambos. De esta forma, se puede incorporar este principio indígena como parte integral de los sistemas de juzgados tribales a fin de que la soberanía deje de ser privilegiada por encima de los aspectos de género, lográndose así que estos intereses sean tomados en cuenta y que sean atendidos. La soberanía no puede ser entendida como el derecho de los hombres nativos a controlar la vida de las mujeres. No puede significar únicamente separación e independencia. Debe también incluir respeto, interdependencia, responsabilidad, diálogo y compromiso frente a los derechos y reclamos de las mujeres. Al aplicar este concepto indígena, la raza y la nación tribal dejarán de ser privilegiados con relación a los temas de género. Los derechos de género de las mujeres deberán ser respetados y tomados en serio. [Foto]
Tanto Andrea Smith como Luana Ross argumentan a favor de reelaborar los marcos nativos de nacionalismo y soberanía con el fin de erradicar la violencia que se ejerce en contra de las mujeres. Cuestionan así la forma en que el nacionalismo y la soberanía, basados en ideas de dominación, contribuyen a la xenofobia, el faccionalismo y la violencia, como sucedió en los acontecimientos en Bosnia (A. Smith, 2002; Calhoun, 1994; Scheff, 1994). Por lo tanto, ellas están comprometidas con apoyar la lucha de las naciones tribales contra la influencia colonialista de Estados Unidos.
El activismo de estas autoras se asemeja al de feministas chicanas como Elisa Laura Pérez, quien a la vez cuestionaba el sexismo dentro del nacionalismo chicano y trabajaba en un movimiento chicano opuesto directamente a la ideología estadounidense que privilegia las normas culturales y políticas anglo–americanas (Pérez, 1999). Así, las mujeres indígenas, al igual que las chicanas, se suelen comprometer con el trabajo de base dentro de los movimientos nacionalistas nativos a favor de la libertad de ambos, mujeres y hombres.
FEMINISMOS NATIVOS
Analizar lo que ocurre en los congresos anuales de "El color de la violencia" no sólo ayuda a replantear el nacionalismo tribal y la soberanía, sino también el feminismo desde una perspectiva de mujeres nativas. Las lecciones de los congresos, por ejemplo, pueden potencialmente empoderar a las mujeres nativas, y reivindicar el concepto de "feminismo nativo" puede ser parte de este despertar. Los feminismos nativos pueden estar basados en el activismo de las mujeres nativas en contra de una variedad de experiencias en temas que nos interesan, como el sexismo. De manera semejante, las mujeres de color, en general, enfrentan a sus comunidades étnicas para que tomen conciencia del sexismo. Cherrie Moraga, por ejemplo, discute el significado de hogar y comunidad. Nos cuenta que su feminismo la obligó a dejar su hogar. Huyó de su madre porque le decía que los hombres debían tener el control sobre las mujeres y que si ella no aceptaba que los hombres iban primero, entonces sería una traidora a su raza. También nos cuenta que se opuso a los argumentos de los nacionalistas chicanos, quienes afirmaban que traicionaría a su raza si cuestionaba o criticaba las relaciones de género inequitativas (Moraga, 1993). Es así como otras feministas de color, mujeres indígenas que alzan la voz, pueden influir en nuestros debates sobre los feminismos nativos (Hill–Collins, 1995; Hooks, 1995). Alzar la voz tiene el potencial de desarticular estereotipos negativos y otorgarnos la posibilidad de ser vistas como seres humanos completos con agencia social y con valor (Arredondo et al., 2003).
En efecto, como mujeres nativas debemos decidir por nosotras mismas cuáles términos son los adecuados para describir nuestra lucha contra el sexismo y a favor de nuestra emancipación, así como subrayar la naturaleza debatible del término "feminismo". Algunas indígenas, por ejemplo, eligen no usar la palabra "feminismo" porque no tiene traducción a su lengua vernácula (Tohe, 2000). Pero al mismo tiempo, el estudio realizado por Smith sobre las formas de organización de las mujeres nativas muestra que el feminismo sí es importante para muchas de ellas (A. Smith, 2002). Algunas aseguran que la reticencia de las indígenas a reconocerse como feministas no sólo es resultado de diferencias teóricas o filosóficas con las feministas blancas, sino que demuestra la falta de voluntad de abocarse a y confrontar el sexismo y la discriminación de género (A. Smith, 2002). De hecho, elegí el término "feminismo nativo" con el fin de luchar en contra de la misoginia y la opresión de género. En mi caso, el término me ha empoderado para confrontar la omnipresente realidad de la violencia contra las mujeres indígenas y elegir escribir sobre este importante tema. Hacer mío el término también me ha empoderado para enseñar, en el contexto escolar, sobre sexismo en las comunidades nativo–americanas. Me ha fortalecido para denunciar la discriminación de género en mi vida cotidiana. También me ha motivado a imaginar un mundo donde el sexismo deje de causar daño a hombres y mujeres. Visto en su conjunto, el feminismo ha sido un tema fuertemente debatido en las comunidades indígenas y en la academia, como lo demuestran tanto los artículos de Jaimes y Halsey (1992) como el de Trask (1996). Con frecuencia, este candente debate se centra en la idea de que el "feminismo blanco" puede ser reducido al feminismo en general, como hemos visto. Otro argumento en contra de que las mujeres nativas adopten el término "feminista nativa" es el supuesto de que ningún término puede englobar la complejidad y diversidad de las experiencias de las mujeres nativas (Mihesuah, 2003). Pero precisamente por esta diversidad, considero necesario articular muchos feminismos nativos en vez de un solo feminismo.
Si partimos de que las mujeres indígenas constituyen un grupo diverso, es importante basar cualquier teoría sobre el feminismo nativo en la forma en que las mujeres indígenas se imaginan a sí mismas en el mundo. Las mujeres nativas no sólo provienen de contextos tribales diversos, sino también de diferentes relaciones con sus respectivos Estados–nación. En Estados Unidos, por ejemplo, algunas pertenecen a tribus reconocidas por el gobierno federal y otras a tribus que luchan por el reconocimiento. Unas viven en reservaciones (Estados Unidos), otras en reservas (Canadá), otras en pueblos (México), y muchas otras residen lejos de sus comunidades de origen, en zonas rurales o urbanas. Estas experiencias de vida tan distintas influyen en cómo las mujeres indígenas percibimos el mundo y damos prioridad a nuestras necesidades. De hecho, la forma en que nos identificamos varía según la tribu, la geografía y el país de origen. En Canadá, las indígenas se autodenominan "primeras naciones" o "aborígenes", mientras que en Estados Unidos nos identificamos como "nativo–americanas" o "indias americanas". En México, las mujeres nativas suelen reconocerse como "indígenas". Muchas otras mujeres se rehúsan a identificarse con dichos nombres y prefieren usar el nombre de sus propios pueblos. Yo utilizo el término "nativo" en el concepto de "feminismo nativo" para poder enfocar nuestras experiencias comunes a lo largo del continente. Pero independientemente de que usemos "primeras naciones", "indígena", "nativa", el nombre de nuestra tribu o cualquier otro, entender la heterogeneidad es fundamental para comprender nuestra experiencia global como mujeres indígenas.
De hecho, los feminismos nativos son muy diferentes del feminismo blanco. Según Andrea Smith (2002), las mujeres nativas consideran que los derechos tribales, la soberanía y el colonialismo forman parte de los temas del feminismo. Afirma, por ejemplo, que si colocamos a las mujeres nativas en el centro de la historia feminista, deberíamos iniciar ésta en 1492, cuando las indígenas comenzaron a luchar en contra del colonialismo, y que esto significa que la lucha contra el colonialismo es el eje de la historia de los feminismos nativos. El movimiento feminista, por el contrario, sostiene Smith, suele dividir su historia en primera, segunda y tercera oleadas. La primera oleada incorpora el sufragio femenino del siglo XIX; la segunda, la lucha por el derecho al aborto, la creación de la Organización Nacional de Mujeres y la lucha por la enmienda por igualdad de derechos. La tercera oleada es la constituida por la lucha de las mujeres de color, a fines del siglo XX, para cambiar el feminismo de modo que incluya sus experiencias (A. Smith, 2002). Como resultado, Smith plantea que la historia del feminismo blanco margina a las mujeres de color al colocar la historia y la experiencia blanca en el centro. De la misma forma, las mujeres indígenas debemos colocar nuestros temas, luchas y experiencias respecto a las formas de opresión racial, sexual, de género, de clase y otras en el centro de nuestro análisis a fin de crear un pensamiento y una práctica nativo–feminista coherente. Asimismo, el desarrollo de feminismos nativos debe estar ligado con la descolonización de las naciones indígenas, lo cual implica incorporar la memoria y la discusión sobre los sistemas de género igualitarios precoloniales. También debe incluir la forma en que ambos, las mujeres y los hombres indígenas, experimentan la opresión de género, sexual o cualquier otra.
¿FEMINISMOS NATIVOS Y NACIONALISMO?
En síntesis, el activismo de las indígenas que forman parte del congreso "El color de la violencia" nos invita a combinar género y nación para desarrollar una sensibilidad nativo–feminista nacionalista. Andrea Smith (2005), por ejemplo, discute la forma en que la soberanía tribal debe ligarse al tema nativo–feminista de la violencia que se ejerce contra las mujeres indígenas. Como feministas nativas, Luana Ross y Andrea Smith no sólo defienden una identidad separada de la de las feministas blancas, sino que recuperan los marcos indígenas de relaciones de género respetuosas y no sexistas para desarrollar un nacionalismo nativo incluyente, encaminado a descolonizar las naciones nativas. De esta forma, a fin de combinar los feminismos nativos con el nacionalismo, las mujeres indígenas deben depender de experiencias concretas y valores filosóficos nativos. Además, necesitan imaginar un nacionalismo indígena que simultáneamente confronte el racismo y el sexismo. De hecho, la conciencia nativo–feminista no sólo no es divisionista, sino que tiene el potencial para ayudar a los hombres y las mujeres indígenas a entender las causas subyacentes de muchos de los problemas que afectan a nuestras comunidades, como el alto nivel de desempleo masculino y los altos índices de mujeres y hombres indígenas encarcelados (Ross, 1995). Estos males sociales pueden ser atribuidos a la vigencia del sexismo en nuestras sociedades. Asimismo, la conciencia nativo–feminista puede alentar a ambos sexos a deshacerse de las nociones predominantes de masculinidad y feminidad, al construir un sentido más fuerte de bienestar y, al mismo tiempo, fortalecer los lazos interpersonales erosionados por las nociones sexistas de cómo deben ser las relaciones de género. Más aún, una conciencia nativo–feminista podría contribuir a que ambos géneros se replanteen las acepciones dominantes de conceptos como nacionalismo, soberanía, masculinidad (que refieren al poder y el control) y feminidad (que refiere a la pasividad), que favorecen la violencia contra las mujeres indígenas. [Foto]
Por ejemplo, a fin de estimular la conciencia feminista, los miembros de las comunidades nativas podrían montar exposiciones que muestren la forma en que el colonialismo ha modificado los roles de las mujeres indígenas y cómo antes prevalecían en muchas tribus las relaciones de género igualitarias (Allen, 1986). Hombres y mujeres deben participar en la organización de estas exposiciones para que todos tomen conciencia de las diversas fuerzas coloniales que han fomentado el sexismo y la misoginia. En 1996 se montó una exhibición de este tipo en San José California (Ramírez, 2004a), en la cual se discutió el papel del colonialismo como causa primaria de la violencia generalizada contra las mujeres nativo–americanas y se expusieron también las normas tradicionales cherokee30. Desplegar las formas en que el colonialismo ha sido la causa de gran parte de la violencia dentro de las comunidades indígenas debe tomar el lugar central en los temas que abordan las feministas nativas.
Por: Renya Ramírez
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