14 de mayo de 2018

RAVENSBRÜCK | EL INFIERNO DE LAS MUJERES



El nazismo sembró Europa de campos de concentración y exterminio que terminaron con la vida de millones de personas. En la gran mayoría de aquellos recintos de la muerte, hombres y mujeres vivían (sobrevivían, malvivían) separados en distintas zonas. Pero existió uno que se dedicó a exterminar a mujeres y niños después de hacerles vivir un verdadero infierno en la tierra. Ravensbrück ha quedado relegado en muchas ocasiones de los libros de historia. Su situación al otro lado del telón de acero durante la Guerra Fría y la desaparición de buena parte de sus archivos, lo relegaron a un injusto olvido. Allí, las mujeres recluidas descubrieron que no sólo los hombres eran capaces de cometer las más indescriptibles de las atrocidades. Ravenbrück fue algo más que un centro de reclusión y exterminio femenino, fue también una macabra escuela de maldad en el que fueron instruidas las guardianas nazis más agresivas y violentas del Tercer Reich.
A unos cincuenta quilómetros al norte de Berlín, junto a una típica aldea alemana llamada Ravensbrück, con casas de cuento y bucólicos lagos, se construyó el campo de concentración femenino más grande del nazismo, sólo superado por la sección femenina del centro de exterminio de Auschwitz-Birkenau. El nuevo centro se empezó a construir por orden de Heinrich Himmler en noviembre de 1938 con el esfuerzo de unos quinientos reclusos que fueron trasladados desde el campo de concentración de Sachsenhausen, situado en Brandemburgo. El lugar elegido por Himmler era perfecto. Lo suficientemente escondido pero también perfectamente conectado por tren con la capital del Reich.

En pocos meses estaba preparado para convertirse en la pesadilla de miles de víctimas del holocausto. 15 de mayo de 1939. Esa fue la fecha maldita en la que sus puertas se abrían para las primeras novecientas reclusas que fueron trasladadas desde el campo de concentración de Lichtenburg, centro que se convirtió en uno de los muchos subcampos de Ravensbrück. Desde su apertura hasta su cierre seis años después, pasaron por Ravensbrück 132.000 mujeres y niños, un millar de chicas adolescentes recluidas en el campo adyacente preventivo de Uckermark y 20.000 hombres de un pequeño centro masculino dependiente del campo principal. Cifras frías que esconden infinidad de historias de muerte, desesperanza y crueldad gratuita.
La estructura y rutinas del campo de concentración de Ravensbrück no distaban demasiado de las que se implantaron en el resto de campos que se extendieron por la vieja Europa como una terrible plaga letal. El campo estaba organizado en dieciocho barracones, de las cuales doce se reservaban como habitáculo de las reclusas. En literas de tres y con condiciones sanitarias deplorables, el hacinamiento en estos barracones fue en aumento a medida que más reclusas iban llegando hasta que, a partir de 1943 la situación se hizo insostenible. La sobrepoblación fue campo abonado para epidemias mortales como el tifus. Los otros seis barracones se utilizaron como enfermería, prisión y almacenes. El campo fue ampliado hasta en cuatro ocasiones, pero nunca se mejoraron las condiciones infrahumanas en las que tuvieron que vivir las reclusas.

Mujeres que soportaron una exigua alimentación, escasas horas de descanso y torturas físicas y psicológicas mientras se encargaban de hacer tareas en el propio campo o eran trasladadas a las distintas fábricas que se erigieron alrededor de Ravensbrück para que las reclusas trabajaran al servicio del Tercer Reich. Las que permanecían dentro, tenían la obligación de limpiar las calles embarradas y cavar fosas para las muchas reclusas que morían a diario. En las fábricas que se situaron alrededor del campo fueron obligadas a trabajar en condiciones de esclavitud en talleres textiles y en la fabricación de armamento para los alemanes.

Una vida muy parecida a la de los demás campos de concentración y de trabajo nazis. Pero había una importante diferencia. Las mujeres de Ravensbrück aún tuvieron que sufrir torturas adicionales por su condición femenina. Muchas de ellas habían atravesado las puertas metálicas del campo después de largas y agónicas travesías por Europa en vagones de ganado estando embarazadas. Su estado no fue precisamente de buena esperanza. Al llegar a Ravensbrück, las que no fueron obligadas a abortar en condiciones deplorables, vieron con absoluto pavor como sus hijos recién nacidos eran arrancados de sus brazos mientras eran obligadas a presenciar el asesinato a sangre fría de aquellos pequeños inocentes. Las guardianas nazis, sin ningún tipo de humanidad, lanzaban los diminutos cuerpos contra un muro, los descoyuntaban o los ahogaban. No es de extrañar que las madres quedaran enajenadas. En un macabro acto de piedad, algunos niños eran trasladados a una habitación a oscuras donde quedaban al amparo del frío y el hambre esperando una muerte segura. Fueron muy pocos los niños que consiguieron sobrevivir.

Otra de las diferencias aterradoras de Ravensbrück fueron los constantes experimentos médicos que se realizaron con mujeres. Además de inyectarles una solución química que les provocara la desaparición de la menstruación para que, según los doctores, fueran más productivas en las fábricas, muchas mujeres fueron sometidas a aberrantes experimentos de esterilización. El salvajismo que aquellos que se hacían llamar médicos llegó hasta tal punto que las mujeres de Ravensbrück sufrieron amputaciones provocadas, transplantes de huesos y tratamientos con sustancias que se suponían prevenían infecciones cuando en realidad provocaban indescriptibles sufrimientos, secuelas de por vida, cuando no la muerte.
La más absoluta denigración de las mujeres de Ravensbrück fue la prostitución. Si sus cuerpos ya no eran capaces de permanecer en pie y sus mentes habían sido demenciadas a causa de los constantes maltratos psicológicos, los responsables del campo aún encontraron una nueva forma de hundir a las reclusas. Bajo la falsa promesa de ser mejor alimentadas y quizás liberadas, muchas mujeres decidieron “voluntariamente” prostituirse en los burdeles nazis. Los constantes abusos sexuales y las enfermedades venéreas fueron otras de las muchas armas letales que exterminaron a aquellas mujeres inocentes.

Aunque pueda parecer imposible, las reclusas que conseguían sobrevivir construyeron redes de apoyo entre ellas. La ayuda, a falta de todo lo necesario para mantener unas condiciones físicas dignas, se centró en mantener el ánimo en aquel escenario de muerte y desolación. La poesía, la danza o la música fueron las armas que utilizaron las prisioneras de Ravensbrück para no caer en el pozo de la desesperación. La multiculturalidad que hizo del campo una pequeña Torre de Babel convirtió los cantos en el lenguaje universal de la esperanza. En los últimos meses de existencia del campo, las normas se fueron relajando y las reclusas que sabían tocar algún instrumento consiguieron recuperarlos de las barracas en las que se guardaban los bienes confiscados y organizar pequeños conciertos que hacían de las pocas horas libres momentos para recuperar el ánimo.

Escuela de asesinas

Ravensbrück, como todos los campos de concentración nazis, estaban organizados con una estricta jerarquía. El primer comandante nombrado por Himmler para dirigir el centro se llamaba Günter Tamaschke. Hijo de un comerciante, Tamaschke fue uno de los primeros miembros de las SS en Berlín. Dachau fue el primer campo de concentración en el que estuvo. Una experiencia que le valió el reconocimiento de las altas instancias nazis que nombraron a Tamaschke director del campo femenino de Lichtenburg hasta que participó en el traslado de sus reclusas al nuevo centro de Ravensbrück, del que fue nombrado director. Cuando llegó a oídos de Himmler que Tamaschke mantenía una relación con una de las guardianas del campo, decidió relegarlo de su cargo. Tamaschke continuó ejerciendo distintas tareas dentro del partido nazi. Finalizada la guerra, vivió tranquilamente retirado en Uhingen hasta que murió en 1959. El nuevo año de 1940 se inició con un nuevo comandante, el capitán Max Koegel. Hijo de un carpintero y huérfano desde pequeño, Mak Koegel ascendió en el ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial. En la época de entreguerras tuvo que malvivir trabajando en una tienda de souvenires y en la antigua fábrica de su padre. Hasta que el nacionalsocialismo le devolvió la ilusión de vivir. Como su predecesor, Koegel, también trabajó en Dachau, Lichtenburg y Ravensbrück antes de sustituir a Tamaschke. En el verano de 1942, Koegel fue trasladado al campo de exterminio de Majdanek y más tarde se encargó del campo de concentración de Flossenbürg. Al final de la guerra fue arrestado y encarcelado. Un día después de ser encerrado se suicidaba. El último jefe de Ravensbrück fue el capitán Fritz Suhren. Suhren pertenecía a una familia de comerciantes del sector textil. Casado y con tres hijos, sin una carrera brillante que ofrecer a los suyos, se unió a las filas del nacionalsocialismo en 1928. Después de recibir formación en Dachau, fue trasladado a trabajar en el campo de Sachsenhausen hasta su nombramiento como director de Ravensbrück. Encargado de instalar la cámara de gas que terminara más rápidamente con la vida de las reclusas, Suhren fue el único de los tres responsables de Ravensbrück que fue juzgado y condenado a morir en la horca en junio de 1950. De nada le sirvió intentar negociar con la vida de una de sus reclusas, una espía a la que confundió con una sobrina del primer ministro británico Winston Churchill.

Günter Tamaschke, Max Koegel y Fritz Suhren fueron los máximos responsables de Ravensbrück. Y también los únicos hombres que tuvieron algún tipo de responsabilidad en él. Por debajo de los directores del campo, las verdaderas encargadas del buen funcionamiento y de aplicar las más terribles torturas a sus reclusas fueron las guardianas.

Ciento cincuenta mujeres miembros de las SS fueron las encargadas de someter a las más infames vejaciones a las reclusas del campo. Pero Ravensbrück fue algo peor, si eso era posible. Más de cuatro mil mujeres nazis fueron formadas en aquella escuela del terror para ejercer su barbarie en otros campos de concentración y exterminio.

Johanna Langefeld encabeza la larga lista de guardianas en jefe, conocidas como Oberaufseherin de Ravensbruck. Johanna tuvo una vida anodina. Sin estudios, viuda a los veintiséis y madre de un niño dos años después de enviudar, vivió sin oficio ni beneficio hasta que se alistó en el partido nazi en 1937 y su existencia cambió para siempre. Después de trabajar como guardiana en Lichtenburg, cuando este campo fue desmantelado, fue nombrada superintendente del nuevo campo de Ravensbrück. En 1942 era transferida al campo femenino de Auschwitz-Birkenau. Lamentablemente, Ravensbrück tenía otras guardianas para ejercer el horror.
Son muchos los nombres de aquellas auténticas asesinas en serie y sádicas ejecutoras que demostraron que el sexo femenino es también capaz de cometer las mayores atrocidades. Pero el que quizás provoca mayor estupor es el de Dorothea Binz, una bonita muchacha alemana que se vio irremediablemente deslumbrada por la propaganda del nacionalsocialismo y se convirtió en una de sus más letales abanderadas. Las reclusas intentaban por todos los medios evitar la mirada gélida de Dorothea Binz, quien se paseaba por el campo con un pastor alemán agarrado en una mano mientras con la otra sostenía un látigo. Las palizas, bofetones, latigazos, estaban a la orden del día. Dorothea era una asesina implacable que no dudada en terminar con la vida de una reclusa que se detenía un segundo de su trabajo propinándole patadas hasta terminar con su vida. Junto a Dorothea Binz, en Ravensbrück se formaron otras asesinas con Inma Grese, conocida como “El ángel de Auschwitz”, María Mandel, apodada “La bestia de Auschwitz” o Hermine Braunsteiner-Ryan, “La yegua de Majdanek”.

Si las duras jornadas de trabajo no eran suficientes para terminar con la vida de las reclusas, las Aufseherin se encargaban de torturar a aquellas que consideraban débiles e indignas. Un gesto, un leve movimiento en las largas horas de recuento o cualquier otra absurda excusa, era suficiente para que las guardianas decidieran darles un castigo ejemplar en el temido búnker. Aunque las que recibían más duros castigos eran aquellas reclusas que tenían la desesperada osadía de intentar escapar o hacer acciones de sabotaje en las fábricas de armamento. Esta fábrica del horror era un edificio situado dentro del campo en el que no había calefacción y las celdas de castigo permanecían a oscuras. Palizas constantes, insultos y vejaciones se completaban con largas horas en una absoluta oscuridad, sin comer nada, prácticamente desnudas. Las que sobrevivían al búnker eran muy pocas.

El doctor Gebhardt y sus conejillos de indias

En la enfermería de Ravensbrück, lejos de intentar salvar vidas, se realizaron algunos de los atroces experimentos médicos perpetrados por el nazismo, sólo comparados con los aberrantes experimentos realizados por el temido doctor Mengele en Auschwitz. De hecho, el doctor Karl Gebhardt, médico de Ravensbrück, conoció personalmente al sádico Mengele en el campo de exterminio polaco.

Amigo personal de Heinrich Himmler, de quien su padre era médico, Karl Gebhardt tuvo una brillante carrera no sólo como médico, sino también dentro del partido nazi. Licenciado en medicina en Múnich y especializado en medicina ortopédica, tras su ingreso en el nacionalsocialismo, su amigo Himmler le ayudó a medrar en su carrera como médico. Después de ser nombrado superintendente de un sanatorio de las SS y participar en los Juegos Olímpicos de Berlín como Jefe médico de Educación Física, sustituyó a su padre como médico personal de Himmler. Presidente de la Cruz Roja alemana y médico jefe de las SS, el doctor Gebhardt, después de pasar por Auschwitz, donde aprendió de las atrocidades médicas del doctor Mengele, fue destinado a Ravensbrück.

Las mujeres escogidas por el doctor Gebhardt recibieron el sádico nombre de “sus conejillas de indias”. Mujeres que fueron sometidas a amputaciones, trasplantes de miembros, injertos de pieles y tendones, disecciones, experimentos con medicamentos… todo ello sin prestar atención a ningún control higiénico y, por supuesto, sin utilizar ningún tipo de anestesia. El objetivo del médico de Ravensbrück era experimentar con los cuerpos de aquellas mujeres para realizar estudios de dudosa importancia científica. Los tratamientos de esterilización aplicados a mujeres y los escasos niños que vivían en el campo estaban a la orden del día.

Con la llegada de las tropas aliadas, Karl Gebhardt fue detenido en Bremervörde y sometido al conocido como “Juicio de los Doctores” celebrado en Nuremberg. Tras su juicio y condena a muerte acusado de crímenes contra la humanidad, fue ahorcado en la prisión de Landsberg el 2 de junio de 1948.

Las espías aliadas que terminaron en Ravensbrück

Inglaterra creó durante la Segunda Guerra Mundial una potente red de espionaje y sabotaje militar conocida como SOE (Special Operations Executive, Dirección de Operaciones Especiales). Entre sus filas, fueron muchas las mujeres que decidieron colaborar y se convirtieron en espías clave. Para ellas se creó el FANY (First Aid Nursing Yeomanry, Fuerzas Especiales de Enfermería), una suerte de tapadera para esconder sus verdaderas intenciones en el continente.
Nombres como Violette Szabo, Denise Bloch, Cecily Lefort, Lilian Rolfe engrosan la lista de víctimas que fueron ejecutadas en Ravensbrück después de sufrir la larga lista de atrocidades que acostumbraban a sembrar el campo de terror. Todas ellas fueron miembros del SOE y tras realizar distintas operaciones de sabotaje y espionaje colaborando con la resistencia, fueron capturadas por la Gestapo terminando sus días en el temible campo femenino.

La supuesta sobrina de Churchill

Cuando los aliados se acercaban al campo de concentración de Ravensbrück, su último comandante, Fritz Suhren, se dirigió con una de las reclusas, Odette Samson, a la base norteamericana con la esperanza de recibir un trato de favor al liberar a aquella espía británica que creía era familia del primer ministro británico, Winston Churchill. Suhren no consiguió utilizarla como moneda de cambio y terminó siendo detenido por las tropas aliadas. La propia Odette Samson testificaría en su contra.

Odette Samson protagonizó uno de los muchos episodios de espionaje en territorio ocupado. De origen francés, Odette, casada con un hotelero inglés llamado Roy Samson, terminó enrolándose en el SOE. Dejó a sus tres hijas a cargo de una escuela religiosa y se convirtió en una de las espías del grupo de inteligencia británico. Odette trabajó al lado de Peter Churchill, uno de los capitanes de la SOE quien, a pesar de no tener ninguna vinculación familiar con el primer ministro británico, utilizó el supuesto parentesco para salvar su vida y la de Odette, que pasó por ser su esposa a ojos de los nazis que los detuvieron. La falsa relación familiar salvó la vida de ambos pero no les libró de sufrir torturas en la prisión de París donde los nazis no consiguieron sonsacarles ninguna información de la resistencia. Mientras Peter sobrevivió a Dachau, Odette salvó su vida en Ravensbrück.

Volver del infierno

Ravensbrück se llevó la vida de al menos noventa y dos mil personas en los años que estuvo en funcionamiento. Cuesta imaginarse cómo podía ser posible sobrevivir a aquella infame máquina de muerte y destrucción pero hubo unas pocas miles de mujeres que pudieron salir vivas de allí. Aunque salir de Ravensbrück no era terminar con la pesadilla, pues aquellas mujeres tuvieron que aprender a vivir con el recuerdo oscuro, triste y desolador del campo. Muchas permanecieron en el anonimato. Otras fueron condecoradas y algunas consiguieron, muchos años después, escribir sus memorias.

Es el caso de Andrée Virot, una sencilla muchacha francesa que regentaba un salón de belleza que de la noche a la mañana se convirtió en miembro de la resistencia. Conocida como “La Agente Rosa”, su primer acto heroico sucedió un día en el que la ciudad en la que vivía, Brest, estaba en completo silencio, todo el mundo encerrado en sus casas escuchando como fuera se iban acercando las tropas alemanas. Andrée vio que había soldados franceses que intentaban huir, pero con sus ropas militares serían pronto descubiertos. Así que, sin dudarlo, les abrió las puertas de su casa y les facilitó ropa de civil con la que pudieron escapar. Desde entonces y hasta el final de la guerra, Andrée Virot formó parte de la silenciosa resistencia que, tras el frente bélico luchó con todas las armas que tuvo a su alcance para frenar el nazismo.

El 18 de junio de 1940, el general Charles de Gaulle pronunció un discurso esperanzador con la famosa frase “Francia ha perdido una batalla, ¡pero no la guerra!”, ella y sus amigos decidieron transcribirla y distribuirla de manera clandestina. Andrée empezó entonces a repartir el periódico de la resistencia en Brest.
Brest era una ciudad costera en la que las tropas alemanas operaban con gran asiduidad. Es por esto que aquella zona se convirtió en un importante centro de actividad secreta para la resistencia francesa. Andrée no tardó en incorporarse a las filas de la resistencia ayudando en la transmisión de comunicados y colaborando en el rescate de aviadores ingleses que caían en las costas cerca del frente alemán. Ella y otros miembros de la resistencia les ayudaban a deshacerse de su atuendo militar y los llevaban en bicicleta hasta el mar donde embarcaban en algún submarino aliado rumbo a Inglaterra. En uno de aquellos intercambio sde comunicaciones, Andrée parece ser que recibió un mensaje del mismísimo Winston Churchill agradeciendo su labor y la de la resistencia. Por desgracia, por cuestiones de seguridad, dicho mensaje tuvo que ser destruido.

Cuando Andrée fue delatada por un miembro de la resistencia que fue torturado, tuvo que huir a París donde pudo permanecer en la sombra muy poco tiempo. El 10 de mayo de 1944 era capturada, interrogada y torturada. Después de pasar varios días eternos recluida en una celda de castigo, la subieron a un tren de ganado junto a otras mujeres rumbo a Ravensbruck. Allí, en uno de los recuentos, un oficial alemán decidió que Andrée debía ser gaseada. El número tatuado en su brazo fue escrito en un pedazo de papel que dispuso sobre una mesa. De manera increíble, una de las amigas polacas que había hecho en el campo, se arrastró entre las otras reclusas, consiguió coger el papel y tragárselo delante de las narices de sus guardianes sin que se percataran de la arriesgada maniobra. Aquel acto heroico le había salvado la vida.

Andrée Virot fue una de las pocas supervivientes de Ravensbrück. Y, a pesar de que recibió muchas condecoraciones, ninguna medalla le devolvió a todos sus seres queridos ni consiguió borrar el recuerdo de la guerra. Un recuerdo tan doloroso que tardó años en ponerlo por escrito. En 1999, escribió sus memorias, en una autobiografía titulada Los milagros existen.

Corrie ten Boom también escribió sus experiencias en varios libros, el más famoso, El refugio secreto, y, a pesar de que era doloroso para ella, aceptó hablar en público para transmitir su experiencia. El caso de Corrie ten Boom esconde también una conmovedora historia de perdón. Ferviente católica, ella, su hermana Betsie y su padre convirtieron el piso que tenían encima de la tienda de relojes familiar en Haarlem en un improvisado pero efectivo refugio de judíos holandeses. Conocido por la comunidad judía como el Beje, el hogar de los ten Boom fue la puerta para la salvación. Pero Corrie y Betsie terminaron en Ravensbrück. Betsie no logró sobrevivir pero Corrie, fue testigo de un auténtico milagro cuando un error administrativo la liberó el 28 de diciembre de 1944. En una de sus charlas en Alemania, Corrie ten Boom se topó con un guardia y una enfermera que habían trabajado en Ravensbrück y que le pidieron ser perdonados. Corrie les perdonó.

Andrée de Jongh fue una de las mujeres que vio a las tropas soviéticas entrar en Ravensbrück aquel 30 de abril de 1945. Andrée fue una enfermera belga que participó activamente en la operación conocida como “Línea Cometa” que ayudaba desde Francia y Bélgica a soldados aliados a volver a Inglaterra. Hortense Daman también participó en la resistencia belga. Su misión era actuar como correo entre los partisanos. En Ravensbrück sobrevivió con una fuerza de voluntad inaudita, quizás despertada ante la llegada de su propia madre al campo que la hizo no desfallecer y luchar hasta el final por la vida de ambas.
Otro de los nombres propios que aparece en la lista de supervivientes de Ravensbrück es el de Geneviève de Gaulle-Anthonioz, sobrina del entonces general francés Charles de Gaulle y futuro presidente de Francia. Durante tres años, desde 1940 hasta su detención en 1943, Geneviève participó activamente con la resistencia francesa. Ser sobrina del general, le valió ser tratada como una posible moneda de cambio por lo que, a pesar de sufrir las mismas vejaciones que las demás reclusas, Himmler ordenó que se la mantuviera con vida. Así pudo aguantar hasta la liberación del campo.

La doctora Doris Maase, de origen judío y miembro de la resistencia comunista, utilizó sus conocimientos médicos para integrarse en la vida diaria de la enfermería del campo y ayudar a las enfermas en la medida que pudo. Doris, que se jugaba la vida robando medicamentos y salvando vidas en un lugar donde se afanaban en destruirlas, consiguió sobrevivir a Ravensbrück. También conocemos la historia de Rosa Jochmann, una austriaca miembro del partido socialdemócrata que logró salir con vida del macabro búnker; la feminista también austriaca Läthe Leichter; la bailarina checa Nina Jirsïkova… y muchas más que se adentraron en el infierno. Y pudieron salir con vida de él.

El cementerio de las mujeres

Fueron, sin embargo, muchas más las que no tuvieron esa suerte. Ravensbrück fue un campo de trabajo pero también, y sobre todo, un campo de exterminio. Era normal que las reclusas, obligadas a trabajar en condiciones infrahumanas, se vieran debilitadas o cayeran enfermas. Pero los responsables del campo, lejos de apiadarse de ellas, las eliminaba mediante el procedimiento de “selección” de aquellas que ya no eran lo suficientemente productivas. Las escogidas eran fusiladas en una zona del campo conocida como “El pasillo de fusilamiento”. El incremento de las que debían ser aniquiladas, obligaron a los responsables del campo a tomar medidas más drásticas y trasladaban a sus víctimas a un sanatorio en Bernburg donde se había instalado una cámara de gas. Más adelante, se fueron trasladando a otros centro de exterminio hasta que en 1944 las SS decidieron instalar una cámara de gas en el propio campo. En los últimos meses de existencia de Ravensbrück fueron gaseadas más de cinco mil reclusas.

Españolas en Ravensbrück

Las primeras novecientas reclusas que llegaron desde Lichtenburg eran mayoritariamente de nacionalidad alemana. Con los años, las prisioneras que malvivieron en Ravensbrück procedían de muchas nacionalidades distintas. Polacas, rusas, húngaras, francesas, checoslovacas, yugoslavas, belgas. Judías, gitanas, y enemigas del Reich, como las partisanas que participaron en la resistencia. De las miles de mujeres que sufrieron el infierno de Ravensbrück, están documentadas unas cuatrocientas mujeres españolas. La gran mayoría de ellas eran presas políticas, exiliadas de la España que acababa de salir de su cruenta guerra civil. Republicanas que huyeron a Francia y que, a pesar de haber sufrido la derrota ante las tropas franquistas, decidieron continuar con su lucha contra los totalitarismos uniéndose a la resistencia francesa que luchaba contra la ocupación nazi.
De todas ellas, son muy pocas las que han conseguido salir del olvido. Ángeles Martínez es la primera española que ingresó en Ravensbrück de la que se tiene constancia y que logró sobrevivir al horror del campo. Neus Català es una de las supervivientes españolas más conocidas. Esta enfermera de origen catalán, fue miembro activo de las Juventudes Socialistas Unificadas de Cataluña. Con la victoria franquista, Neus huyó a Francia donde se unió a las actividades de la Resistencia francesa. Después de sobrevivir a la barbarie de Ravensbrück, aún tardó muchos años a volver a España. Desde Francia siguió con su lucha silenciosa contra la dictadura de Franco. Aun hoy, superado el siglo de vida, Neus Català continua dando testimonio de su experiencia en el campo de concentración femenino.

Lise London, hija de emigrantes españoles, Conchita Ramos, de padre francés y madre española, Mercé Núñez o Secundina Barceló, también llegaron a Ravensbrück acusadas de participar en la resistencia francesa. Y salieron de allí con vida. Muchas otras, no sobrevivieron.

La marcha de la muerte

En los últimos días de marzo de 1945, cuando los responsables del campo fueron avisados de la llegada inminente del ejército ruso, decidieron cometer una última atrocidad. Después de destruir todas las pruebas documentales que recogían todo el horror vivido en aquellos más de cinco años de violencia gratuita, obligaron a las más de veinte mil prisioneras que aún tenían un débil halo de fuerza en sus maltrechos cuerpos a salir del campo en lo que se conoció como la “marcha de la muerte”. Para cuando el ejército soviético alcanzó aquel río humano, muchas mujeres habían dejado la vida en el camino. Cuando el 30 de abril de 1945 el Ejército Rojo entraba en Ravensbrück, se encontró con unas tres mil quinientas mujeres y unos trescientos hombres que estaban enfermos y no fueron capaces de unirse a la marcha de la muerte por lo que las autoridades nazis los habían abandonado a su suerte. A pesar de la liberación, muchos de ellos tampoco consiguieron sobrevivir.
Los juicios de la barbarie
Los siete juicios que se celebraron sobre Ravensbrück provocaron un importante interés mediático, sobre todo en los medios de comunicación franceses y británicos. Pero después de las ejecuciones de los que fueron declarados culpables, el recuerdo de Ravensbrück fue borrándose con el tiempo. La llegada de la Guerra Fría que erigió el Telón de Acero, situó el campo de concentración femenino más grande del nazismo en el lado soviético. El Ejército Rojo desmanteló algunas de sus instalaciones y reutilizó Ravensbrück para funciones militares, manteniéndolo activo hasta 1993. La caída del muro de Berlín en 1989, la reunificación alemana y la débil apertura soviética permitió recuperar progresivamente la memoria de Ravensbrück. Una recuperación que fue posible gracias al testimonio que las supervivientes del horror decidieron dar al mundo. Revivir aquellos tristes momentos no fue fácil para ninguna de ellas pero gracias a su valentía, el Memorial de Ravensbrück se ha convertido hoy en día en uno de los muchos centros en los que se intenta no sólo rendir homenaje a las víctimas, sino también trabajar con las nuevas generaciones para que aquel infierno en la tierra no vuelva a repetirse.

Ravensbrück significa “El puente de los cuervos”. Un nombre oscuro para un lugar oscuro, en el que fallecieron miles de mujeres víctimas de la locura de unas dementes que se creyeron con el poder de decidir el destino de aquellos seres humanos. Muertes que en muchas ocasiones se convirtieron en alivio para dejar de soportar constantes vejaciones, humillaciones y torturas que muy pocas imaginaron que alguien pudiera cometer contra ellas. Mucho menos otras mujeres. Las que sobrevivieron, no sólo acarrearon toda su vida secuelas físicas a causa de los aberrantes experimentos médicos a los que fueron sometidas. Lo peor fue tener que continuar con su existencias después de haber vuelto del infierno.

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